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Fr. Eusebio de Pesquera, O. F. M . Cap. 2 7 5 algo por todos los fieles difuntos allí enterrados, más particularmente por sus pro­ pios familiares. Luego, el grupito se dispersó. El P. Fidel dijo que iba a dar, solo, unas vueltas por allí... Le gustaba mucho andar vagando silenciosamente por entre las tumbas..., leyendo nombres y años de vida, meditando epitafios (a veces conmo­ vedores en su laconismo), contemplando las figuras de mármol, o los crisantemos marchitos sobre las losas... Ni él mismo hubiese podido explicar lo que sentía en tales ratos. Le parecía encontrarse en un remanso intemporal de bendita calma, casi en el vestíbulo de lo eterno, a inmensa distancia de las agitaciones de los hombres, de las apreturas del tiempo... Paz, sosiego, serenidad, silencio, reposo...: el único lugar humano donde se ha triunfado sobre la prisa, gran tirana del hombre. Podían mirarse tumbas y más tumbas: en todas ellas unas palabras demostrativas de que se estaba en pleno reino de la quietud: «Aquí yace... Aquí yacen... Descansó en el Señor... Descanse en paz.» ¡Todos yaciendo! ¡Todos descansando! ¡Ni posibilidad de agitación para nadie! Y cada uno había llegado a aquella final quietud, después de un largo o corto camino de años, llevando en una misteriosa alforja de viaje la más extraña colección de acciones ruines o valiosas, de experiencias placenteras y amargas. Y allí estaban todos (ya en obligado descanso), rendidos y escondidos en sus agujeros, aireando a lo sumo ante la luz, como último resto visible de su per­ sona, el nombre propio, un pobre nombre que no tardaría mucho en borrarse de la memoria de los hombres, aunque siguiera grabado en la dureza de las piedras. Y el silencio gravitaba sobre todos... Y una suprema invocación de paz, la paz última y verdadera, florecía sobre cada uno con aquellas letras misteriosas: R. I. P. Y había también para todos (aunque para algunos, desgraciadamente, ya no sirviera de nada) un inmarchitable destello de la mejor esperanza prendido de los brazos de las innumerables cruces, que estaban allí como queriendo amparar a todos los acogidos en aquel «campo santo». Todos escucharían una mañana por venir las trompetas angélicas de la resurrección..., y entonces sería la gran discriminación de los que ahora descansaban mezclados. «Tened piedad de todos, Señor...» Casi inconscientemente la mano sacerdotal del P. Fidel se alzó sobre aquella vasta mies de cruces y de tumbas trazando el signo redentor, y de sus labios salieron las palabras litúrgicas: «Requiem aeternam dona eis, Domine... Dadles, Señor, a todos el descanso eterno, y que la luz inextinguible resplandezca para ellos.» No sólo el estado de los muertos — tanto el aparente como el «real» a los ojos de Dios — le impresionaba en los cementerios al P. Fidel. Le conmovía también el dolor de los que quedaban, dolor reflejado de mil maneras en las inscripciones sepulcrales: «Tus padres y hermanos no te olvidan... Recuerdo de su esposa e hijos... Estarás siempre viva en nuestros corazones... Tu memoria será siempre sagrada para nosotros...» ¿Qué tragedias de dolor, qué hondura de sentimientos no se esconde­ rían muchas veces detrás de esas fórmulas tan sencillas y escuetas? Recordaba él cuánto le había hecho pensar una pequeña tumba del cementerio de Vigo, en la que, debajo de un nombre, sólo se habían escrito estas cuatro palabras alemanas: «Hier ruht eine Hoffnung» — «Aquí yace una esperanza». ¿Cuánto supondría aquel niño para sus padres? Secretos que sólo Dios conoce. Le parecía al P. Fidel que en los camposantos no pueden recalar los ruines sen­ timientos humanos. En ellos sólo puede tener vigencia lo que hay de mejor en esta pobre criatura del hombre, sobre la que nunca sabremos con certeza si tiene más de torcida que de desgraciada. En los cementerios se siente hacía ella una suave mezcla de ternura, de comprensión y de compasión. El curso de los pensamientos y sentires del P. Fidel se hubiera prolongado in­ terminablemente, si no van a cortarlo los muchachos diciéndole que ya era tiempo de volver. Por el camino, uno de ellos le preguntó: N A T U R A L E Z A V G R A C IA . 7 .

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