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274 Por el líamelo de las almas entonces maravillosamente glorificadas en presencia de ángeles y hombres..., y duran­ te toda la eternidad sentirán el indecible agradecimiento, la hondísima ternura de quienes ¡por ellas! (después de Dios) se encuentran allí en la inmortal bienaventu­ ranza. Me parece — concluyó el P. Fidel — que las perspectivas que os abre el espíritu de fe son maravillosas. Aquí sí que hemos de repetir aquello de «que ninguna se sienta incapaz». Quienes aún externamente puedan aplicarse a las tareas del apos­ tolado, que lo hagan generosamente; pero sin olvidar lo de la oración y el sacri­ ficio, que es lo de mayor importancia. Y quienes, por las circunstancias de su vida, no puedan «trabajar» así, que no se pongan tristes ni se crucen de brazos pensando que a ellas nada les cabe hacer: ya hemos visto que ante Dios no hay más inútiles que los que quieren serlo; y que aun los más imposibilitados pueden hacer por su causa tanto como los que se afanan sudorosos sobre los campos de mies. Muchos trabajos de los unos quedarían, en gran parte, infecundos, si no fuera por las oracio­ nes de los otros. 111 Noviembre iba dejando desnuda a la naturaleza. En el jardín conventual de San Francisco ya no había música de pájaros. Sólo en las mañanas más luminosas sonaba aún el ruidoso chillar de los gorriones, que se alborozaban al sol. Aquellos plebeyos pajarillos no sabían de emigraciones hacia el sur: por los mismos lugares y en los mismos nidos pasaban ellos las buenas y las malas estaciones del año. Y casi había que agradecerles que se quedaran a centenares en los tejados y huecos de! gran convento franciscano, para acompañar durante el invierno a los hijos de aquel Santo que había amado más que nadie a las criaturas aladas de Dios. Los pájaros, los frailes y los pobres estaban hermanados por las penalidades, durante los días crudos en que el sol no podía con el aliento helado del septentrión. También sin flores iba quedándose el jardín. Noviembre sólo sabía de crisante­ mos..., que florecían sin aroma, y acababan en gran número marchitándose sobre las tumbas. Fuertes vientos del noroeste y algunas heladas de vanguardia espar­ cían mansas hojas amarillentas al pie de todos los árboles... Por León y por sus vegas el Tiempo iba ya cantando las Completas de aquel año, que parecía no distin­ guirse de tantos otros años, pero que dejaría una huella memorable en la historia personal del P. Fidel. Este vivía intensamente el curso del tiempo: del tiempo que podemos llamar estacional o atmosférico, y del tiempo litúrgico. Noviembre no podía sustraerse al recuerdo cristiano de los difuntos; por eso se fué el P. Fidel una tarde cualquiera, en compañía de algunos jóvenes terciarios, a visitar el cementerio que la ciudad de León se había dispuesto pocos lustros antes en terrenos de Puente Castro, pueblo próximo, situado en la margen izquierda del Torio. El cementerio aquel era grande y bien acondicionado, pero el P. Fidel le sentía como falto de un no sabía qué, un algo que seguramente sólo el paso del tiempo y el continuado uso de los hombres podrían dar. Hasta sus cipreses eran aún de­ masiado pequeños para otear bien los horizontes por encima de las blancas tapias. Era un camposanto con poca intimidad, y demasiada luz. Una vez en él, cl P. Fidel y sus acompañantes entraron en la capilla para rezar

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