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Fr. Modesto de Sanzoles, O. F. M . Cap. 237 teatral acabado y justo donde nada sobra ni falta. Tiene categoría y rango de obra universal. Es una lección constructiva y de buen teatro, por la ponderación de los elementos, por su juego y contraste, por la gradación de los efectos y por el ya apun­ tado mérito del estudio y dibujo de los caracteres» ( 1 ). Aquí, como en casi todas sus obras, Marquina hace gala de un lenguaje escogido y de un espléndido verso. Verso viril, duro a veces y difícil, austero como la tierra castellana que cautivó al poeta, y a veces alegre, campanillero y exultante, pero siempre digno, ajustado y medido, con una adaptación a la idea que es acaso su mérito más preciado como verso dramático. No resisto a la tentación de copiar, como comprobante de esta afirmación, las liras con que San Juan de la Cruz diseña a la Santa: Si un día la perdiera y por el mundo, errante, la buscara, no sé en qué lengua hubiera palabras justas para decir cómo es de espíritu y de cara. Buscándola no había de llamar a las puertas señoriales; por las sendas iría que enmarañan zarzales; diría a los pastores y zagales: De la tez es trigueña; su frente, luna clara en los sembrados; trae, como lugareña, de los labios colgados los refranes del pueblo y sus dictados. Pasó, desconocida del próspero y feliz; los sinsabores de los dolientes cuida; y deja, en los alcores, con palabras de sol, rastro de flores. ¿La han visto?... De ella aprende claridad y despejo la mañana; con voz tranquila enciende, con fiebre de amor sana, ¡respira paz de aldea castellana!... El hervor lírico se le desborda a veces en una rotundidad de consonantes y de períodos que quedan para siempre «cintomagnetizados» en el oído. Las ideas y las imágenes, lo material y lo formal, parece que andan en justas de belleza, de las que ninguna sale ni vencedora ni vencida, pero sí siempre unas y otras con el airón enhiesto. Pocos son los reparos que a una obra tan magnífica nos atrevemos a poner. Hay a veces morosidad excesiva en la acción, debida al regodeo lírico de muy bella inspiración, pero muy poco oportuno en ocasiones y de escaso verismo en el des­ arrollo dramático. No poseo documentación suficiente para juzgar de la autenti­ cidad de lo episódico referente a doña Beatriz y al Padre Gracián, pero, aun en el supuesto de un fondo histórico, no había, me parece, porqué darle tan excesivo desarrollo. También es decepcionante y de no mucha altura religiosa el «borroso» (el epíteto es de Valbuena Prat) e intrascendente final. Aunque ninguna de las demás obras de Marquina vuelve a tener un carácter tan marcadamente religioso como las dos apuntadas sobre Santa Teresa, la inspira­ ción o el motivo religioso no faltan, y con caracteres sobresalientes, en muchas de ellas. No estará, pues, demás hacer un breve análisis de las más destacadas en este aspecto. El pobrecito carpintero es uno de los más sólidos puntales sobre que descansa el buen nombre, como dramaturgo, de Marquina. Los valores formales que requiere para su vivencia y prestancia una buena obra dramática, se hallan acaso con su mejor exponente en esta obra dentro de la producción marquiniana. El egoísmo y la ab­ negación — dos grandes móviles del obrar humano — luchan a brazo partido en esta obra, encarnados respectivamente en Viuda Romero y José. A favor de uno y otro, como en la vida, se reparten los personajes del drama. Lo bueno, lo que encarna un vaior positivo, por la abnegación; lo negativo, lo abyecto, por el egoísmo. (I) A. Marqueríe, Desde Ia silla eléctrica (Madrid, 1942), 201.

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