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Fr. Modesto de Sanzoles, O. F. M . Cap. 233 dramático podemos pedir? La emoción teológica es la que fluye soberbiamente del auto sacramental y es la que nos subyuga y nos encadena» ( 1 ). Lo que pasa es que para llegar a encarnar en imágenes y en palabras estos altos valores con la dignidad y la maestría que su misma grandeza requiere, se necesita un peregrino ingenio, genio me atrevería a decir, y una cultura religiosa muy por encima de la vulgar y corriente, aun entre las personas cultivadas en esta materia. ¿No estará en la falta de estas dos alas aguileñas — genio y cultura — el secreto de la no producción en nuestros días de obras dramáticas de hondura y trascendencia religiosas? Sin ambas unidas se podrán hacer muchas cosas, algunas puede que buenas; bastantes más, medianas; e infinitas, malas, para divertir al público. Pero la obra genial, la de valor imperecedero para todos los tiempos y para todos los públicos, no saldrá jamás de la pluma del que por ignorancia o por desdén miòpico excluya de su producción dramática la tesis, el tema o la inspiración religiosos. E l discreteo conceptual, la zurcidura en arabescos de palabras y de metáforas, el tono dulzarrón a media voz — en fa menor siempre — el relampagueo deslum brante y halagador del humor y de la ironía que avasalladoramente se ha impuesto a nuestra escena en lo que va de siglo, es quizás una de las principales causas que han hecho casi imposible la supervivencia o la resurrección del glorioso teatro re ligioso teológico español (2). No es tan fácil dialogar alegremente, intranscendente mente, gambetear sin sustancia, humorear con levedad de pluma sobre temas teo lógicos o de simple vivencia sobrenatural. El ingenio puede lucirse en sus fulgura ciones irónicas cuando se conoce la debilidad o la ridiculez del vecino de enfrente, o el fallo hilarante de una doctrina social o política. Lo que ya no es tan fácil es recrear el espíritu humano con verdades de una seriedad angustiadora o preocupante, producirle la sensación de placer estético con encarnaciones simbólicas de lo invisible y abstracto. Pero creo que ya va siendo hora de cerrar discursos y de abrir biografías. Entre los cultivadores de un teatro más o menos emparentado con el religioso español de pasadas centurias, hay que contar, en primer término, por razones cronológicas y por méritos de calidad, a don Eduardo Marquina. Nació este notable novelista, gran poeta y dramaturgo eximio, en Barcelona, 1879, y murió en Nueva York, 1946, cuando se disponía a regresar a España, cumplida felizmente una misión diplomática por tierras americanas. Su carrera literaria se inició en el periodismo. A los veinte años, 1899, publicó su primera obra dramática (en colaboración con Luis de Zulueta), Jesús y el diablo. Un año después, su primer libro de versos, calurosamente elogiado por el fino y concienzudo crítico don Juan Valera. «Con el producto de sus Odas el poeta llegó a Madrid. Su primera visita fué para su panegirista Valera. Después... Casas de huéspedes. Un poco de vida bohemia. Tertulias literarias de café. E l Ateneo. Las redacciones de los periódicos... Y dos nuevos libros de poesías: Eglogas y Vendimias; y merced a la amistad de Chapí, el estreno de El pastor, obra que no despertó grandes entusiasmos... En seguida, el sueño: París. Y en París, el lírico deambular, los crepúsculos de Mont- martre y las madrugadas de Montparnase, las traducciones baratas para Sudamé- rica..., la asistencia a los espectáculos exóticos...» (3). Tal es el quehacer vital del (1) N. González Ruiz. Piezas maestras del Teatro Teológico Español. B. A. C. (Ma drid 1946), t. I. XXV. (2) Aún pudiéramos añadir que ese teatro en el que no pasa nada, en el que hay un bazar de ideas ingeniosas, pero una falta total de ¡deas trascendentales; ese teatro en el que los mismos archimanídos temas, con variaciones, se resuelven con una posturita escéptica muy siglo XX — cuando no cínica — o con una sonrisita irónica; ese teatro sin problemas o con problemas raquíticos; ese teatro sin drama, con muy bella palabrería, pero con muy poca acción, será muy del tiempo, pero... de muy poca eternidad. (3) F. C. Sáinz de Robles, Diccionario de Literatura (Madrid, 1949), t. II, 987.
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