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232 El teatro religioso español en el siglo X X universo, el dramático, el que llevamos en el alma, el universo psíquico, es amoral» ( 1 ). Cuando el autor dramático vuelva a darse cuenta de que su misión tiene un objeto más digno y más trascendental que el de arrancar una carcajada o una sonrisa, o, en último término, unos aplausos o unas pesetas, puede que el camino de la re­ generación, de esa regeneración teatral por la que tanto y desde tan diversos planos se clama, se le abra luminoso y espléndido. Y puede que entonces los afortunados espectadores vuelvan a sentir el inefable placer estético que el citado Unamuno entresoñaba así: «¡Qué teatro! Es la tarde del domingo; la muchedumbre se agolpa al aire libre, bajo el ancho cielo común a todos, de donde sobre todos llueve luz de vida, de visión y de alegría; va a celebrar el pueblo un misterio comulgando en espíritu en el altar del Sobre-Arte. Contempla su propia representación en una es­ cena vigorosa de realidad idealizada, y por idealizada más real, y oye, con religioso silencio de su conciencia, el canto eterno del coro humano. Canta su doliente y gloriosa historia, la larga lucha por la emancipación de la animalidad bruta, el in­ menso drama de la libertad, en que el espíritu humano se desase trabajosamente del espíritu de la Tierra para volver a él, la leyenda de los siglos. Como orquesta armónica, acompaña en vasta sinfonía a la voz cantante del coro humano la música de los campos y de las esferas, hecha ya perceptible con sublime arte, y a su voz siente la muchedumbre, en recogimiento augusto, irradiar en sus pechos el Amor, intuyendo con intuición profunda el misterio de la Trinidad, del Bien, la Verdad y la Belleza...» (2). Como a su vez tampoco estaría fuera de lo bueno el que los tólogos que se sin­ tieron con inspiración artística, con poder de creación, humanizaran un poco su teología, siguiendo el ejemplo del propio Creador omnipotente que humanó su Verbo para llegar más fácilmente a los hombres. Y sería conveniente que no olvidaran que también la estética, y más aún la estética dramática, reclama su vinculación o su reducción a la teología, su religadura a lo divino, de donde dimana, para la realización de su destino sagrado, meta suprema de su radical trascendencia. Si el drama ha de ser espejo, escuela, mejor, de valores artísticos y humanos, en ninguno de sus campos podrá encontrar palenque más a propósito para defen­ derlos y lucirlos que en el religioso. El valor supremo y primordial de toda la vida humana es incuestionablemente el religioso. Su pontifical jerarquía no admite ni posibilidad de competencia. Por otra parte, la emoción artística, a todo arte, fin que tiende que no se empeñe en renegar de su propia naturaleza, en ningún otro terreno puede llegar a una calidad más alta y a un poder expresivo de más exquisita vivencia. No resisto a dejar de copiar aquí un bello párrafo que Nicolás González Ruiz dedica a los autos sacramentales: «El eco de la verdad eterna, devuelto en poesía y acción desde el escenario al alma, es lo emocionante y lo interesante del auto sacramental. Creo que mientras no se examinen estas piezas dramáticas a esta luz no se dará en la verdadera clave de la emoción que producían y que producen. En el teatro nada nos entusiasma más que ver proclamadas por la acción o por el diálogo las verdades morales o sociales en las que se afirma nuestra opinión. Eso es siempre lo más calurosamente aplaudido y recibido. Y es lógico pensar que la verdad teo­ lógica, la más alta de todas y la que está en el propio fluir de nuestra sangre y en la fibra más sensible de nuestra alma, despierte la emoción mayor. No andemos a la captura de ningún secreto difícil, sino pensemos que si el auto sacramental nos impresiona, es, ante todo, por aquello mismo que constituye su razón de ser. Si el hombre se ve en él a sí mismo, con su drama total, el de su caída y el de su redención, luchando con el bulto corpóreo de las ideas, ¿qué más fuente de interés (1) M. de Unamuno, Ensayos. Col. «Joya», 21-22 (Madrid, 1945), t. I, 178. (2) Ibidem, 189

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