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Fr. Modesto de Sanzoles, O. F. M . Cap. 231 mente del protagonista, o por episodios caracterizadores de la obra, o por el tono general de la misma llevado en una atmósfera más o menos pía ( 1 ). Es casi holgado decir que de estas tres especies dramático-religiosas, las únicas cultivadas en el día son las dos últimas. Nuestro teatro religioso actual — salvo muy raras excepciones y que, en general, no han tenido otra vida artística que la del libro impreso — adolece de una falta total de hondura y trascendencia. Alguna vez — rara — asoma tímidamente a nuestros escenarios algún problema religioso, aunque no de mucha envergadura. Pero lo que ya no ha vuelto a hacer acto de presencia en los tablados escénicos es la obra de tesis, o propiamente teológica. No quiere esto decir — estamos muy convencidos de lo contrario — que no existan teólogos en nuestros días o que el arte de hoy no sea capaz de dar vida teatral a esas verdades tan intensamente dramáticas. Lo que sí falta es la conjunción de arte y teología en el mismo sujeto. El divorcio entre estos dos valores supremos del espí­ ritu humano es hoy tristemente, fatalmente, total, con perjuicio innegable para ambos. Lo que ya no es tan fácil de discriminar es dónde existe culpabilidad mayor, si en el abandono por parte de los teólogos de un campo que les pertenece — es de competencia de la teología el hombre en toda su integridad, también en el aspecto artístico — o en la subestimación, seamos indulgentes con ellos, por parte de los artistas, aquí dramaturgos, de unos temas y de unos problemas de tan incomparable valor artístico y de tan extraordinaria trascendencia humana. Siempre será una gran verdad, aun en los tiempos presentes, lo que decía Henri Cheon, autor de Les cahiers du théâtre crétien, que «un gran arte dramático puede encarnar el espíritu cristiano, y que el espíritu cristiano puede suscitar un arte digno de cultivarse». Labor interesante y meritoria sería la de analizar las causas posibles de este absentismo de lo teológico en las tablas. No creo incurrir en pecado de juicio temerario si pienso que tanto artistas como teólogos, sometidos a un examen de conciencia, tratarían de encestar la pelota de la culpabilidad en la red sin fondo del público, en la falta de preparación y de comprensión del público de hoy para esas cosas. Visto el problema con esa superficialidad a que el hombre actual se ha ido acostum­ brando puede que ambos tengan una cierta apariencia de razón, pero sólo apariencia. Olvidarían unos y otros, obrando así, algo tan elemental como es la historia. Si San Pablo, por ejemplo, hubiera esgrimido en favor de su propia comodidad esa seudo-objeción, ¿para quiénes y para cuándo hubiera tenido que reservar sus pre­ dicaciones y sus cartas tan desbordantes de la más alta y recóndita teología? Y si los artistas hubieran consultado ese gusto y esa preparación del público para producir sus obras, ¿en qué estado de evolución se hallarían hoy las bellas artes? Pero ¿desde cuándo la misión del artista, del autor dramático en especial, ha sido la de ir detrás de un ciego necio, sin violín ni lazarillo, mendigando sus juicios o sus aplausos ? No estaría de más que teólogos y artistas reflexionaran un poco sobre estas acertadas frases de Unamuno: «Todo arte — y el dramático en especial — es do­ cente; escuela de costumbres, por ser espejo de ellas.» El verdadero arte dramático necesita de tesis, porque «donde no hay tesis — añade — no hay realidad. E l valor del poeta estriba en acentuar con la realidad sus tesis, en poner de relieve las voces de las cosas, en despejar la incógnita y sacar a toda luz la tesis, que es la hermosura de las cosas mismas. E l fondo verdadero de la tesis es la moralidad. Sostener que el teatro ha de ser amoral (ni moral, ni inmoral) en sí, es sostener que el verdadero (1) Puede verse otra clasificación del teatro religioso hecha por D. Nicolás González Ruiz en el prólogo al segundo tomo de Piezas maestras de! Teatro Teológico Español. B. A. C. (Madrid, 1946).

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