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Fr. Modesto de Samóles, O. F. M . Cap. 241 la Viuda, que anima y vivifica todo el drama, es casi perfecto, con una grandeza humana muy próxima a las de las grandes heroínas de nuestra escena. Las dimensio nes de su corazón y de su alma son de las que sólo cabe medir por quilates de virtud y santidad. El ambiente religioso, de una amplia vitalidad en toda la obra, no ofrece reparos notables y es, en cambio, de una calidad extraordinaria. Literariamente, acaso se le pudiera achacar la excesiva reminiscencia en ocasiones de El condenado por desconfiado, especialmente en algunos rasgos y escenas de la santa. Pero de este pequeño defecto le redime con creces el haber perfilado con un vigor y una origina lidad singulares la feminidad exquisita de mujer fuerte y de santa equilibrada de María la Viuda, mujer prodigiosa hasta en el hablar. Prueba de esta aludida prodi giosidad pueden ser estos versos, magníficos sobre todo por su contenido: «Jesús redime de balde, porque cuentas han de dar por caridad a los hombres. al Padre de sus pecados, Salva a los impenitentes ¡no vacila! Amor le enciende, como a los arrepentidos; a carne de hombre desciende, luego harán uso las gentes se pone en lugar del malo, de sus almas y sentidos paga, sufre, toma el palo y acabarán bien o mal..., terrible a cuestas, y tiende pero El, Jesucristo, el día sobre el mundo de mentiras que ve en la triste agonía la Cruz, piadosa verdad, de su mancha original ¡para esconder de las ¡ras retorcerse encadenados del Padre a la Humanidad! a los mortales, temblar Bien quisiéramos que sirviera de manto protector al verso subrayado el célebre aforismo horaciano «pictoribus atque poetis...», pero lo cierto es que en sana Teo logía es insuscribible: Jesús, con toda su bondad y con todo su poder infinitos, no puede salvar a los impenitentes. A Marquina quizá sí le salvara su buena inten ción poética. En su última obra, El galeón y el milagro, no obstante el título, es muy reducido el elemento religioso. Cierto que laten en el fondo anímico de algunos de los prin cipales personajes un hondo sentir y un recto pensar cristianos; pero son pocas las veces que como tales afloran a la superficie del drama. Lo mejor, acaso, en este as pecto son unas encendidas alusiones a la Virgen de la Montaña y estos cálidos versos que expresan la sublime — sublime por todo lo que ella supone — decisión de Angélica: ¡Por el blanco Dios del cielo, que vivieron y rezaron por la Virgen Soberana, bajo estas bóvedas altas, éxtasis rotos de ojivas, ¡quiero vivir y morir, vuelos de muertas plegarias, siguiendo vuestras pisadas! castidades infinitas ¡Nunca más barro del mundo! de todas las puras almas ¡Intacta!... Hasta el cielo... ¡Intacta! Hemos terminado nuestro estudio de Marquina. Como resumen y conclusión podemos dejar sentado que el inspirado autor de tan bellas páginas de ambiente religioso no ha aportado a la dramaturgia religiosa ninguna obra de trascendental categoría, de esas obras que por su tectónica y calidad la literatura perenniza como maestras, pero sí de indiscutible mérito como para figurar su autor por derecho de conquista en un elevado puesto de nuestras letras. No ha producido ninguna obra de tesis, pero en cambio en las de asunto o inspiración religiosos, si no ha llegado a la genialidad total, sí ha tenido aciertos y atisbos geniales — Teresa de Jesús no es fácil que vuelva a ser superada en escena — que le colocan en un plano sólo un peldaño más abajo que el de los grandes dramaturgos de nuestro Siglo de Oro.
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