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240 El teatro religioso español en el siglo X X apunta ese reguslillo — aún en los buenos — de sacar a superficie las pequeñas miserias conventuales. Digamos también unas palabras sobre El estudiante endiablado, donde el poeta de Endimión vuelve a pagar un último atrasado tributo al romanticismo. La extraña mezcla de lo legendario y lo dramático lleva también a su autor a una rechazable amalgama de lo diabólico con lo espiritual místico. No puede menos de causar una impresión penosa a un alma con sensibilidad — no sensiblería — espiritual la pre­ sencia entre los estudiantes «endiablados» del sacerdote don Merlín. No le salva de esa penosa impresión ni su manifiesta lucha ascética por conservar celosamente entre aquella «pandilla» su precaria virtud tan trabajosamente adquirida, ni la buena intención de Marquina de hacerle velar celosamente la incolumidad de su hija en aquel infecto ambiente. Tampoco suenan bien a oídos piadosos ciertas irre­ verencias del estudiante, aunque «endiablado», por venir a destiempo, en momentos precisamente en que su alma se está debatiendo en una doble agonía física y moral entre la vida y la muerte, y en instantes en que lo sobrenatural se acerca a él con pasos de prodigio. Marqueríe, en la obra citada, pone algunos reparos a este drama: «No se halla, dice, suficientemente explicada, por ejemplo, la reacción piadosa de Orozco ante los agravios de Pimentel, ni los tránsitos bruscos de éste entre la muerte y la vida. Después de su doble agonía, Pimentel se levanta y se yergue, y, aunque entendamos perfectamente la resurrección y el restablecimiento, la conversión de su alma tocada por la gracia, lo cierto es que sana demasiado rápidamente de las heridas mortales de su cuerpo, acuchillado y desangrado. Dijérase que la intervención de lo fantás­ tico y sobrenatural, magníficamente lograda en la acción de la obra, hubieran arre­ batado al autor, y que, deslizándose ya sobre el plano de la irrealidad, desdeñara como detalle de poca monta la justificación humana de otros aspectos de su produc­ ción» ( 1 ). La auténtica religiosidad dramática de Marquina vuelve a ponerse de manifiesto en dos de sus últimas obras, de un valor artístico desigual: La Santa Hermandad y María la Viuda, a nuestro juicio muy superior dramáticamente la segunda a la primera. El problema — lo hay en estas dos obras — religioso que en ambas se plantea es casi idéntico: el perdón de los enemigos y de los equivocados, problema éste muy del momento histórico en que ambas obras se escribieron. Los materiales tectónicos empleados son también parecidos: luchas de encontrados egoísmos, de encontradas pasiones y de encontradas ambiciones. En La Santa Hermandad hay un valiente y hondo sentimiento patriótico, escenas ditirámbicas y de latiguillo, morosidades lírico-épicas, efectistas, sí, pero poco naturales. Su contenido religioso está representado por el fervor mariano del prólogo, donde nos parece percibir — lejano, es claro — un eco de Berceo; y por la honda piedad y acrisolada virtud de Bárbara y Catalina, y por la sólida religiosidad de Blas, y por las felices interven­ ciones, siempre de acuerdo con su carácter, del Padre Martín. Esto no obstante, hay unos párrafos del repetidamente citado González Ruiz que parecen escritos con miras a esta obra: «Hay, dice el insigne crítico, un aliento vigoroso que cuaja en rotundos acentos de expresión, pero el tejido propiamente dramático no suele mantenerse con aquella trabazón apretada que es propia de la obra bien construida. Hay siempre algo de una extraña confusión, por la que las líneas de la arquitectura del drama parecen esfumarse en una niebla, aunque sea para perderse en mares de poesía» ( 2 ). María la Viuda es mucho más hondamente humana y su tectónica dramática de las más perfectas que salieron de la pluma del llorado dramaturgo. E l carácter de (1) Ibidem, 120-121. (2) En la o. últimamente c., 169.

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