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Fr. Modesto de Samóles, O. F. M . Cap. 239 Muy cuajada también de sano y religioso ascetismo, aunque con sabor a poco, es la primera escena en que aparece Flor de Harina, con su maravillosa filosofía sobre el dolor. En cambio, es algo totalmente inaceptable religiosamente la trágica desaparición de Deseada. E l suicidio, si cristianamente no está nunca justificado, tampoco puede encontrar justificación artística, salvo el caso de un verismo histórico. Marquina pudo muy bien haber puesto aquí a prueba brillante su habilidad dramá­ tica para encontrar un desenlace adecuado con la situación crítica del personaje y con sus nunca desmentidos sentimientos cristianos. No lo hizo, o no lo encontró, y la obra nos deja un sabor amargo, sabor que no sólo nos lo produce ese final anti­ cristiano — en desacuerdo además con la Deseada del principio del drama — sino también la poca originalidad del recurso. Sería imperdonable en un trabajo de esta índole dejar sin análisis, siquiera sea somero, un drama tan significativo como El Monje Blanco. La técnica del cine se le ha pegado demasiado al dramaturgo en esta ocasión y es ella una rémora para el desarrollo dramático. La paciencia y la propia atención del espectador se fatigan en demasía con el rápido sucederse de esos especie de «travelling» que nos transpor­ tan de retablo en retablo. Sin embargo, la fragancia de lo legendario y lo humano del argumento amenguan esos inconvenientes y la imaginación se siente muy pronto enteramente cautivada, subyugada también, por ese halo intensamente dramático que a cada nuevo retablo produce un aumento de expectación anhelosa. Late en este drama un aliento romántico, si bien muy rebajado, pero perceptible todavía en esos semisacrilegios y semiprofanaciones de lo santo, y de la irrupción, a la in­ versa del Tenorio, de la amante en el convento, conculcando — no sabemos si a sabiendas o a «ignorandas» — las leyes excomulgatorias de la clausura, amén de ese regusto por lo sentimental y melodramático. Aparte de estos discutibles recursos, la obra tiene aciertos magníficos, aun desde el punto de vista religioso. Fray Can es un franciscano digno de los compañeros del Povereilo, emparentado cspiritualmente con Fray Junípero y el Beato Gil. Su san­ tidad ingenua — demasiado ingenua a las veces y sobradamente convencional — es, sin embargo, de un aroma y un frescor de florecillas. Sus decires y sentencias, mitad rústicos, mitad místicos, tienen hondura vital. Lástima que un deje rufianesco, aunque sea rufianesco a lo divino, enturbie esa bella y simpática figura, lo mismo que algunas de sus excentricidades, más de bobalicón beato que de santo sencillo, ex­ centricidades que una auténtica virtud hubiera sin duda eliminado. No obstante eso, la escena de la aparición de la Virgen es de lo más poético y cspiritualmente de lo más logrado de la dramaturgia religiosa contemporánea. La Virgen en persona creemos que no hablaría de otro modo, con un santo como Fray Can, de como la hace hablar Marquina. La inspiración es genial, y el verso y el lenguaje como si ei ángel de la Anunciación — el que supo mejor del habla de la Virgen — se los hubiera ido dictando. Todo el aroma de floración primigenia del romancero español se aspira en esos hechizados octosílabos y produce tal embriaguez lírica que, al esfu­ marse la escena, dan ganas de exclamar como Fray Can: para dejarme tan pronto, Señora, por qué venías. El Monje Blanco merecería un análisis más detenido. Si no se le hace, acháquese únicamente a falta de espacio. De todos modos, quede consignado, siquiera sea en esquema sintético, la buena caracterización de Fray Paracleto con toda la hondura de sus luchas ascéticas y sus reacciones humanas, con toda la tempestad de tormentos en el fondo del alma y la serenidad aparente en la superficie, con toda la reciedumbre de su estallante dinamismo entregada al dominio de su corazón y al olvido de lo inolvidable. Digno y sobrio el Provincial, siempre en su papel, hasta en el delicado desenlace, sin concesiones ni remilgos a prejuicios infundados. En Fray Matías

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