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238 El teatro religioso español en el siglo X X La lucha es a pasión sangrante y desigual en armas. Por eso José vacila a ratos, en esa ardua pelea consigo mismo, entre su corazón y su cerebro, entre la rectitud de su conciencia y la sorda sed de venganza. Por un momento parece que lo humano instintivo, la bestia del rencor y del odio, va a triunfar sobre lo espiritual. Es, quizás, en el avatar de esta lucha donde más echamos de menos el recurso de una sólida religiosidad, unas gotas, no más, balsámicas y oportunas que, sin haber privado a esa lucha de su trágico dramatismo, podían haber dejado sentir su influjo bienhechor. Gracias a que en el desenlace nos indemniza plenamente de los escatimos del nudo. «Lo elemental de la anécdota, dice González Ruiz, se reviste de grandeza por lo poético del ambiente y del lenguaje, y, sobre todo, se eleva a ¡as más altas cumbres de un simbolismo religioso en el final. Para nosotros, que creemos que todo gran teatro es en verdad teatro religioso, aquella súbita elevación de El pobrecito carpin­ tero nos resulta una lógica consecuencia del planteamiento y desarrollo de la ac­ ción y de la eficaz trascendencia de los tipos» ( 1 ). Tiene, sin embargo, la obra el fallo, cuando el desenlace está ya plenamente perfilado, de mezclar en el incendio de la casa de Viuda Romero a la Abuela, ac­ ción que si cristianamente es rechazable, no lo es menos artísticamente por la situa­ ción culminante de emoción y de dramatismo a que la obra, sin esa intervención, había llegado y por cargársela, además, en cuenta a un personaje delineado con contornos de providencial. Otra obra donde el elemento religioso tiene bastante cabida, aunque en pro­ porción menor a lo que su título sugeridor pudiera hacernos creer, es La ermita , la fuente y el río. Poéticamente, y aun dramáticamente dentro de una línea de drama rural, es una de las obras marquinianas de más calidad y contextura. Lo evocador y nostálgico de su título va tomando cuerpo de hondo drama sentimental y trágico con ajuste casi programático a aquellos versos de Deseada — un gran tipo femenino, uno más de esos exquisitos tipos femeninos que Marquina ha creado en casi todas sus obras, pero que aquí, acaso por no desdecir de su nombre, no ha llegado a! desarrollo que de su creador, maestro en el arte, hubiera cabido esperar — . He aquí los aludidos versos: La ermita para empezar una mañana a vivir; la fuente para llorar, y el río para sufrir. Hay en esta obra magníficas escenas, brizadas de una religiosidad sobria y de buena ley. No puede no traerse a cita aquélla desarrollada entre Deseada y don Anselmo junto al inolvidable ciprés, motivo para bellísimos versos y para una ma­ gistral lección de moral religiosa. Con el verde campanear de su fronda profusa, el ciprés nos recordará siempre, gracias al hechizo de unas imágenes y de un ritmo de antología, «su férvida arquitectura de aguja de catedral con sed de espacio y de cielo», pero también aquellas ascéticas sentencias que parecen versículos rimados del Eclesiastés: Si dudas, si estás turbada de interior desasosiego, sí el rojo en tus labios es más que de sangre de fuego, síguele el vuelo al ciprés... La religión es amor que trasciende a lo divino. Por lo mismo has de vivir más precavida y alerta; (1) N. G o n zá le z Ruiz, La Literatura Española (Madrid, 1943), 171. busca morada desierta; cierra bien, para dormir, tu corazón y tu puerta, y no te duermas después; o si despiertas herida clava en la tierra los píes y entrega al cielo tu vida: sufre, llora, lucha, olvida ¡y escapa..., como el ciprés!

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