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Fr. Feliciano de Ventosa, O. F. M . Cap. 225 No hay lugar para citar, menos para comentar ampliamente estos textos. Nos contentamos con uno bien significativo. Lo acotamos del último capítulo de la regla de 1921, el cual más que texto legislativo es un himno de alabanza a Dios y una invitación «a todos los pueblos, razas, tribus, lenguas y naciones, y a todos los hombres de cualquier lugar que viven y vivirán en la tierra» a perseverar en la verdadera fe y penitencia. Dice en el preludio de este himno de alabanza: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo Señor, Rey del cielo y de la tierra, dárnoste gracias por ti mismo y porque has criado todas las cosas espirituales y corporales por tu santa voluntad y por medio de tu único Hijo y del Espíritu Santo; y criados a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el Paraíso, de donde por nuestra culpa caímos. También te damos gracias porque así como nos criaste por medio de tu Hijo, así por el cariño con que nos amaste hiciste nacer de la beatísima, santa, gloriosa y siempre Virgen María a este mismo Dios y Hombre verdadero, y quisiste con su cruz y sangre y muerte rescatarnos a nosotros cautivos...» Este breve texto echa por tierra cualquier conato de acercamiento entre San Francisco y el panteísmo naturalista. Al mismo tiempo motiva esa dulce fraternidad que tan hondamente sintió el Poverello. Por ello, esta fraternidad en el Dios Padre que está en los cielos adquiere una tonalidad totalmente dispar de la fraternidad en la «Madre-Naturaleza» que pregonan los resabiados de panteísmo. Si éstos quieren perderse extasiados en el caos naturalista, Francisco anhela la comunicación con las criaturas de Dios para unirse a ellas en un canto de alabanza al Creador. No basta, por tanto, decir con Renán que el Canto del Hermano Sol es el himno de la máxima religiosidad desde los tiempos del evangelio. Es preciso añadir que ese himno está formado por todo el mundo para dar culto y honor al Ser Transcendente, al Dios Padre que lo creó y que lo conserva. M. de Unamuno sostiene que el novelista Pereda, hábil y afortunado en describir el campo, apenas si lo sentía. Se lo había dicho el mismo novelista «Y esto me lo había yo adivinado, comenta Unamuno, al ver lo poco panteístico de su sentimiento, la dificultad con que convertía sus estados de conciencia en paisajes y los paisajes en estados de conciencia. No comulgaba con el campo; permanecía frente a él, separado de él..., viéndole muy bien, con perfecto realismo, pero sin confundirse con él» ( 1 ). Una vez más nos topamos en estas líneas con la mixtificación denunciada. No es del caso discutir sobre si el gran novelista montañés sintió o no profundamente la naturaleza que tan magníficamente supo describir. De lo que sí protestamos es del principio filosófico en que se quiere cimentar la falta de ese sentimiento. ¿Es que la vida de San Francisco no probaba suficientemente al Rector de la Universidad de Salamanca que se puede sentir profundamente la naturaleza sin hallarse dominado por ningún sentimiento panteísta ? Dios Creador, como verdad sentida y vivida, pone en nuestras manos la llave para penetrar en el santuario del misterio franciscano de la fraternidad. Esta verdad es la única capaz de explicar ese hálito de fraternidad que transpira durante siete siglos el mensaje franciscano. Hermandad de todas las criaturas: floración de aquella otra verdad que confesamos al ponernos de rodillas y decir: Padre nuestro que estás en los cielos. Hemos llegado a la cumbre del monte donde brota la fuente pura y cristiana del entusiasmo de Francisco por las criaturas de Dios. Hemos encontrado la idea rectora de los sentimientos de Francisco al sentirse el cantor inteligente y (1) Por tierras de España y Portugal. C ol. « C R ISO L» , n. 157 (M adrid, 1953), 313.

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