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Fr. Feliciano de Ventosa, O. F. M . Cap. 221 en criatwa-Creador. Y como toda criatura es hechura del Creador, Francisco en­ contraba a Dios por doquier y todo le hablaba de ese Dios infinito, a quien pregonan la brizna llevada por el viento y el gusanillo que se arrastra por la tierra. En la pri­ mera parte de nuestro estudio se pueden encontrar los bellos textos de sus primeros biógrafos que nos testifican lo fácil de la visión del Infinito en lo finito, que transpor­ taba el alma de San Francisco en dulces regocijos y le impelía a prorrumpir en di­ vinas alabanzas. Para el panteísmo naturalista, la visión del infinito en lo finito es la misma esencia de su filosofía. Según ésta, las riquezas de la unidad del ser afloran en las infinitas manifestaciones del ser finito. Esta unidad del ser es la que motiva el sentimiento de religiosidad y el sentido artístico, tan vivos ambos en ciertas almas privilegiadas. Gauckler ha resumido esta actitud filosófica en frases precisas y sugestivas, capaces por sí solas de despertar de su sueño beatífico a cuantos se ilusionan con palabras bellas sobre ciertas formas de religiosidad y estética: «Las más elevadas especulacio­ nes filosóficas, escribe ( 1 ), fundadas en las últimas deducciones de la ciencia mo­ derna, conducen a una conclusión suprema que se impone a nuestro espíritu, aunque sea incomprensible, y que proclama la unidad del ser en la infinita variedad de sus manifestaciones. La revelación íntima de esta unidad es lo que eleva nuestra alma en el sentimiento religioso cuando se lanza hacia el infinito; y esa misma unidad de la vida y de la sustancia finita, manifestada por su unión, por la expresión exacta de lo invisible por lo visible, hace nacer el sentimiento de lo bello, que, hermano del sentimiento religioso, ha permanecido próximo a él.,, y en todos los tiempos ha ayudado a las almas a elevarse al cielo.» No se negará que estas líneas rememoran algunas de nuestras mejores páginas místicas y como que rezuman algo de ese idealismo del que San Francisco impregnó todo su vivir. Y sin embargo, qué distinto es el punto de partida y el término a que apuntan cuando se cotejan entre sí estas dos actitudes mentales. Para San Fran­ cisco, el punto de partida es la dualidad radical del ser: Dios-criatura; para el pan­ teísmo naturalista no puede haber otro punto de partida que la unidad de! ser. Para San Francisco, el término de llegada es el abrazo místico con Dios, en esta vida, pisando el mundo y haciendo escala de él, como en el abrazo de Murillo; en la otra, por el gozo extático del cielo; para el panteísmo naturalista no hay ni puede haber otro término de llegada que la absorción total, de un modo o de otro, en las fuerzas misteriosas de la naturaleza. Esta visión filosófica del problema nos aclara el tercer punto de contacto que se ha podido establecer entre San Francisco y el panteísmo naturalista: el simbolismo. Es evidente que San Francisco fué un alma mística para quien el mundo se trans­ formó en un conjunto de símbolos, que le hablaban de realidades muy distintas y más sublimes que las fastidiosas y mostrencas de cada hora. Ya la edad media es una época vitalmente simbólica. El simbolismo entró dentro de la contextura de su vida, desde el momento en que ésta se sentía como lugar de tránsito, de lucha con las fuerzas del mal, y el mundo, a su vez, era concebido como un lienzo en el que Dios había dejado estampada su imagen. «Mil gracias derramando pasó por estos sotos...», cantaba nuestro poeta, resumiendo siglos de simbolismo cristiano. Pero, como hace notar E. Gilson, en una época simbólica la mentalidad francis­ cana se muestra original en su simbolismo porque ha hecho del símbolo instrumento primordial en la interpretación del mundo (2). Consiguientemente, el simbolis­ mo no es tan solo un medio de elevación mística; es la esencia misma del camino (1) Lo bello y su historia. Trad. de A. G onzález (Madrid, 1903), 17-18. (2) Cf. La philosophie de Saint Bonaventure, cap. VII: La analogie universelle ( Pa­ rís, 1943).

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