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S A N F R A N C I S C O Y E L P A N T E I S M O N A T U R A L I S T A La tan leída Historia de San Michele, de Axel Munthe, concluye con unas pági­ nas en las que esboza un remedo del juicio final. Malparados quedan en ellas los santos, inexorables con los pecadores. Tan solo se libran algunos. Entre ellos y en primer término San Francisco, el Poverello de túnica raída, hecha girones que «la Virgen trata continuamente de zurcir y remendar lo mejor que puede: dice que es inútil darle una nueva, porque la regalaría enseguida...» Así, tan simpáticamente, entra en escena San Francisco, cuya figura va adquiriendo cada vez más relieve en el supuesto sueño en que A. Munthe asiste al tremendo juicio. «Oía, continúa el escritor describiendo su sueño, las campanas de Asís tocar el Angelus, y he aquí que viene el Santo de Umbría descendiendo lentamente por el serpenteante sendero... Veloces pájaros revoloteaban y cantaban en torno a su cabeza; otros picoteaban sus manos tendidas; otros anidaban en los pliegues de su túnica. San Francisco se detuvo a mi lado, y miraba a mis jueces con sus maravillosos ojos, aquellos ojos que ni Dios, ni hombre, ni bestia podían ver encolerizados. Moisés se hundió en su sitial, dejando caer sus Diez Mandamientos. «Siempre él — murmuró amarga­ mente — , siempre él, el frágil soñador con sus bandadas de pájaros y su séquito de mendigos y de parias. ¡Tan frágil, y sin embargo lo suficiente potente para detener tu mano vindicadora! ¡Oh, Señor! ¿No eres, pues, Jehová, el celoso Dios que des­ cendió entre fuego sobre el monte Sinaí para hacer temblar de terror al pueblo de Israel?... ¿No fué tu voz la que habló en tus Diez Mandamientos? ¿Quién temerá el relámpago de tu fulgor, ¡oh, Señor!, si el trueno de tu cólera puede ser aplacado por el gorjear de un pájaro?...» Basta. Son las líneas transcritas suficientes para entrever la grave falsificación que sufre en ellas el Poverello, sobre todo si se cotejan las frases tan benévolas que a él se refieren con aquellas otras en las que se increpa a «vosotros, taciturnos y viejos profetas, tan feroces en vuestra santidad». Y sin embargo, estas y parecidas páginas han emocionado a muchas almas y han atraído hacia San Francisco la preocupación de cierta literatura decadentista en la que éste ha venido a hacerse popular y... simpático. ¡A costa de estar en con­ tradicción con los demás santos y hasta con el justo Juez de vivos y muertos! Es grave que la personalidad de San Francisco quede a merced de una literatura desvaída y que su espiritualidad se vea de esta suerte falseada. Pero el mundo mo­ derno gusta de tales falsificaciones que transparentan a su vez la honda deformación

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