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134 De vu elta a la m etafísica bien y de mal, desembocando en el sendero del odio en lugar de marchar por el del amor? Y encuentra la razón última en el hecho de haber conside= rado la razón humana, formalmente y en abstracto, como la norma última del bien y del mal, de la verdad y del error. Y la razón, en sí misma, es un mero instrumento de coherencia formal, vacía de determinaciones concretas y vacía de contenido. Y es ésta la realidad. La razón necesita operar sobre entidades metafísicas y deducir de ellas la coherencia, las relaciones que deben existir entre las mismas. Nunca la razón podrá encontrar en sí misma lo que es bueno y lo que es malo, ni sabrá por qué hemos de preferir el bien al mal. Por este camino se ha llegado a la Etica, que pretende situarse más allá del bien y del mal, a una Etica independiente de Dios y fundada sobre el hombre, sobre sus intereses. Desde este momento, la única ley que puede seguir en pie es la ley del más fuerte. «Donde la cruz no es adorada en el corazón de los vivos, se alza un bosque de cruces sobre las ciudades de los muertos.» Y este resultado en el campo ético no es más que un caso particular, derivado de un error más radical, de un error típico de todo el pensamiento moderno: el inmanentismo. Esta fuera de duda — escribe Ottaviano— que el principio de inmanencia representa la preocupación constante y el asilo de todos los pensadores moder= nos, el hilo para interpretar sus sistemas, la aspiración, ya latente, ya mani= fiesta, de su especulación, en una palabra..., el alma del pensamiento mo= derno. Ahora bien; el camino de la inmanencia conduce inevitablemente a la di= vinización del hombre, lo mismo en metafísica que en ética, además de ser un sistema gratuito e insostenible en el campo gnoseológico. Efectivamente, todo inmanentismo viene a ser un solipsismo, empírico o trascendental, poco importa. Todo lo que opone al yo no es nada o es sólo una simple apariencia. De ahí que nos encontramos con un yo sin límites, a no ser los que él se quiera imponer. Y ya sabemos la capacidad de renuncia y de abnegación de que es capaz el hombre cuando no hay un ser superior que le intime esa renuncia y ese sacrificio. Desde el momento en que el bien y el mal dependen del hombre, cada uno procurará llevarse todo el botín, como el león de la fábula. Es el criterio moral de «la voluntad de poder», que ha desencadenado las dos últimas guerras mundiales con todos sus horrores y canibalismos. Otra consecuencia es el relativismo de la verdad y del bien. Si no existe más que el Yo, él es la única norma de verdad y de bondad. Y siendo la norma única, cada momento histórico y cada acción humana quedan divini= zadas, por ser no más que momentos históricos, inevitables, en la dialéctica de esa realidad que pasa por la historia como un hombre que ha perdido la razón. «No existen problemas eternos, sino que cada problema nace con su época y con ella desaparece; no existe una continuidad cultural, una tradición, sino que cada edad tiene sus problemas y sus soluciones, con una total inde= pendencia de las otras edades, y sin esperanza alguna de ser continuada; no existen principios morales de valor perenne..., cada hombre es libre de obrar a su talante; no existen valores religiosos...» (p. ? 4 ?). E l pretendido esplritualismo idealista es, en realidad, un verdadero materialismo; porque la materia no deja de serlo porque se la llame «idea
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