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1 z/jyyu / itt' m i/it c ijt n /it o i/u t u t c / i /t iic d i i l / a la caridad, como si la caridad debiera encubrir la violación de la justi» cia, que los legisladores humanos no sólo toleraban, sino aun a veces sancio» naban. Al contrario, los obreros, afligidos por su angustiosa situación, la sufrían con grandísima dificultad y se resistían a sobrellevar por más tiempo tan duro yugo. Algunos de ellos, impulsados por la fuerza de los malos con» sejos, deseaban la revolución total, mientras otros, que en su formación cristiana encontraban obstáculo a tan perversos intentos, eran de parecer que en esta materia muchas cosas necesitaban reforma profunda y rápida. Así también pensaban muchos católicos, sacerdotes y seglares, que, impulsados ya hacía tiempo por su admirable caridad a buscar remedio a la inmerecida indigencia de los proletarios, no podían persuadirse en manera alguna que tan grande y tan inicua diferencia en 1 a distribución de los bie= nes temporales pudiera, en realidad, ajustarse a ¡os Consejos del Creador Sapientísimo» (ó). E l mismo Sumo Pontífice denuncia cuáles eran las pretensiones injustas del capital: «Por largo tiempo, el capital logró aprovecharse excesivamente. Todo el rendimiento, todos los productos, reclamaba para sí el capital, y al obrero apenas se le dejaba lo suficiente para reparar y reconstituir sus fuerzas. Se decía que por una ley económica, completamente incontrastable, toda la acumulación de capital cedía en provecho de los afortunados, y que por la misma ley los obreros estaban condenados a pobreza perpetua o reducidos a un bienestar escasísimo. Es cierto que la práctica no siempre ni en todos partes se conformaba con este principio de los liberales vulgarmente llamados manchesterianos; mas tampoco se puede negar que las instituciones económico» sociales se inclinaban constantemente a ese principio. A sí que ninguno debe admirarse de que esas falsas opiniones y falaces postulados fueran atacados duramente, y no sólo por aquellos que con tales teorías se veían privados de su derecho natural a mejorar de fortuna» ( 7 ) . Aun en nuestros días continúa esta injusta distribución de las riquezas no habiéndose remediado del todo los males denunciados como una lacra de la pasada centuria. Es el mismo Sumo Pontífice quien así lo asegura: «Es verdad que^ la condición de proletario no debe confundirse con el pauperismo, pero es cierto que la muchedumbre de proletarios, por una parte, y los enormes recursos de unos cuantos ricos, por otra, son argu» mentos perentorios de que las riquezas multiplicadas tan abundantemente en nuestra época, llamada de industrialismo, están mal repartidas e injus» tamente aplicadas a las distintas clases» ( 8 ). Los testimonios de ambos Sumos Pontífices acerca de la miseria inicua de los proletarios no tienen réplica posible. Huelga advertir que concuer» dan con ellos las críticas acerbas.de los socialistas, quienes hasta ¡os exa= geran, y los relatos de los historiadores de la Economía. Pero basta sobre» abundantemente la autoridad de los dos Vicarios de Cristo. Las causas determinantes de tal situación, principalmente los vicios ( 6 ) Quadragesimo anno, n.° 2. (7) Ibidem, n.° 23. ( 8 ) Ibidem, jl.° 26.

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