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L eandro d e Bilbao, O. F. M . Cap. 41 Son múltiples las formas de responder al llamamiento pontificio. Desde el teólogo, que hace cirugía profunda de la situación; hasta la entrega arrebas tada de los sacerdotes obreros, una inquietud universal conmueve los espí=< ritus ante la religiosidad menguante, denunciada por el Romano Pontífice. La fidelidad debida a Cristo exige a la Iglesia definirse ante «las masas» totalmente, devolviendo el sentido espiritual a su vida terrena. En la crisis presente, lo heroico y sensato son las dos medidas de la acción apostólica. Lo heroico es la medida justa, lo sensato es la imprescindible. Esta se nos exige a todos, la primera se espera de los mejores. Es insensata la acción sacerdotal que no está previamente esclarecida por un conocimiento profundo de la realidad social circundante. En toda crisis, como en toda enfermedad grave, el momento decisivo es el del diagnóstico. Plantear bien la problemática, fijando precisamente los linde= ros para no rebasar objetivos ni fallar de corto es imprescindible si queremos realizar una acción inteligente y no una arremetida. Todo análisis de una situación presente es muy arriesgado por la condi= ción substancialmente equívoca del momento, siempre flúido y con muchas vertientes. Por otra parte, los hombres que integramos las generaciones, inmersas en la perturbación crítica, somos definitivamente parciales para el diagnóstico. La Iglesia cuenta con el Espíritu que Jesús le envió para que le enseñase todas las cosas. Podemos decidirnos al difícil análisis si la santidad de vida nos mantiene en la comunión del Espíritu por la Iglesia. El liberalismo planteó a la Iglesia en el siglo X IX una crisis que funda= mentalmente es la misma que la de hoy por su esencia humanista. Concre= tando el problema a España, es notoria la coincidencia con un decaimiento de la vida cristiana y especialmente en lo eclesiástico. ¿Se sitúa bien el clero ante la demanda de su tiempo? La misión sacerdotal de todos los tiempos es la defensa de la espiritualidad evangélica. Esta se realiza históricamente actuando sobre la creación social de cada época. El sacerdote, desde su infancia, va lastrando la obra muerta de cada cultura y le es muy difícil discernir lo caduco y lo vital en los modos de pensar y actuar de sus coetáneos, siendo él uno de tantos adaptados. Por ello, no es de extrañar que, con frecuencia, se crea imprescindible para los intereses cristianos ciertas formas políticas o administrativas. Juzgar por un momento inicial el resultado de una trayectoria histórica que rebasa el paréntesis existencial de un hombre es muy difícil. El momento revolucionario es hostil a la Iglesia, pero ésta puede resultar renovada espiritualmente tras el desmo= ronamiento de instituciones osificadas que se creían imprescindibles por su prescripción secular. Nadie sospechaba de la hora alcanzada para un alum= bramiento de nuevos modos de vida ante los cuales el espíritu cristiano se apresta con perenne actualidad, sin que ninguna forma histórica lo pueda cuadricular. Hoy nos duelen la literatura polemizante o los sermones pronunciados con demasiada frecuencia en nuestros púlpitos durante la crisis liberal. La litera* tura y la oratoria eclesiásticas mellaron sus mejores aceros en la defensa del «trono y del altar». La defensa del altar hubiera estado bien, pero no la del altar puesto detrás del trono. Ellos, indudablmente, obraron con rectitud,

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