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P. Ju lio de Am a ya , O . F. M . Cap. II La realidad es mala. El mundo es una especie de «pleroma» de la maldad perpetuamente enfrentado al «pleroma» del bien, que es Dios. Por tanto, la actitud correspondiente ante las cosas es de desprecio y apartamiento, de miedo a contaminarse con su peligroso contacto, de prejuicio acerca de su total inutilidad espiritual. Habría que hacer siempre como aquel bueno de Udai Singh, de que nos habla el mismo Gog, que viajaba año tras año de continente a continente y de un océano a otro en su aeroplano particular, sin bajar del aire más que para aprovisionarse de combustible durante unos minutos. O, por lo menos, hay que ejercitarse en lo que un personaje de Zunzunegui — nuestro gran novelista influenciado enormemente por esta concepción pesimista del mundo y un tanto antiprovidencialista— llama la «evasión imaginativa», que permita a cada uno forjarse un mundo algo más aceptable en el que pueda soñar. Tocar tierra es una verdadera maldición; sólo lejos del barro puede encontrarse el ritmo del ser. Cada descenso al mundo material es una humillación vergonzosa, es meterse en «el fango que sube», constituido — según la teoría puritana— por toda la materia en su vibrante desarrollo. Muchas esperanzas, muchas angustias existencialis= tas, han cristalizado en semejante concepción pesimista del mundo, en la que, fuera de quedar malparada la obra de Dios y muy oscurecida la noción cristiana de Providencia, no se abre horizonte alguno de redención y de espe= ranza para ella. 3. Concepción materialista. — Con la actitud que acabamos de exponer contrasta la concepción materialista, que no es más que una consecuencia profana y atea de la concepción optimista, llevada a la exageración. En efecto. Por un Udai Singh, que vuela perpetuamente para no tocar tierra, hay siem= pre más de un profesor Denys Poissard, que pronuncia una conferencia titulada «El elogio del fango», en la que defiende el respeto debido a la ma= teria inerte, por sí misma. El mundo esta vez es el «pleroma» del bien, que ya no solamente se enfrenta a Dios, sino que le sustituye. Cada cosa del universo va pasando casi periódicamente por el altar secular en el que se da culto a la creación material como manifestación perfecta de la divinidad o como divinidad misma. El avance de esta idolatría en la edad moderna ha sido progresivo, y fué tomando por objeto del culto al hombre, a la sociedad en general, a la nación y a la raza, a la cultura occidental, a la civilización terrestre..., y acaba con la exaltación exagerada de lo colectivo y el predominio de la técnica, que han llegado a ser como los atributos de la divinización del hombre y de la natu= raleza. Es decir, el mundo se ha ido endiosando a través de múltiples pro= cesos complejos, que van del siglo X V I al X X ; ha ido buscando su indepen= dencia del orden sobrenatural y presentando a la adoración de los hombres diversos idolillos de moda. El pensamiento que crea la historia, la fuerza vital de la raza superior, el poder material de la clase productora..., fueron los últimos. En el tanteo e indecisión provocado por las nuevas formas traídas por la postguerra, el concepto materialista del mundo sigue en pie pujantemente, a pesar de las bancarrotas que hicieron a muchos espíritus bandearse hacia el lado opuesto del pesimismo. La adoración de las técnicas y de sus pro= ductos mueve a muchos hombres a aposentarse definitivamente dentro de

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