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P . Mateo (le Encinas 177 se con la renuncia de la pobreza evangélica. M ás que nunca se siente la im­ presión de la necesidad imprescindible de esta pobreza en el apostolado cris­ tiano. San Francisco se sintió enviado por Dios a los pobres, entre otras cosas, para anunciarles la pobreza y el sacrificio. Sin duda ellos esperan siempre otra cosa y por eso es tan fácil conquistar su atención insultando a la pobreza y prometiéndoles librarles de ella. Pero Frncisco, que vió la pobreza personi­ ficada en el Cristo pobre del Evangelio, no podía sino amarla entrañablemen­ te. Sin duda, el franciscano será partidario de toda reforma social que tien­ da a m itigar la miseria. Da el más alto ejemplo de desprendimiento y abne­ gación, pero consagra todo su empeño en aliviar las penas de los pobres y procurarles una vida más humana. Sabe, sin embargo, que los pobres existi­ rán siempre, y que por lo mismo nunca le faltará una misión que cumplir a su lado, proclamando, como Jesús, para desazón de los ricos y consuelo de los pequeños, la bienaventuranza de la pobreza y el gozo de todo renun­ ciamiento. Este espíritu de pobreza que el Franciscanismo difunde con el más alto ejemplo, es exageradamente lo opuesto de las místicas materialistas con­ temporáneas, que buscan la liberación del pobre por medio del progreso téc­ nico y la acción política, proponiendo la abundancia de bienes materiales democráticamente repartidos, como signo total de la felicidad y objetivo de la vida. San Francisco, en cambio, trató de elevar la condición del hombre de la sociedad donde actuó, dándole primeramente el claro sentido de lo so­ brenatural, despertando el sentimiento de la fraternidad humana y la con­ ciencia viva y afectuosa del Padre que está en los cielos, base indiscutible de la solución de los problemas sociales que plantea la propiedad, el trabajo y la política social. El amor sobre todo Pero para actuar así es preciso amar, amar a los hombres como Cristo los amó. E l amor de Francisco a los hombres brotaba de esa misteriosa clari­ videncia que descubría a D ios en todas las criaturas, especialmente en el hombre, y que superando las apariencias externas, se adhería a lo más íntimo de la persona humana, donde D ios se hace presente, y Cristo tiene puesta su más alta exigencia sobre cada criatura redimida. Amaba a los hombres hu­ manamente, íntimamente, gratuitamente, como él se sentía amado por C ris­ to. Nada podía detenerle en su amor, ni siquiera los pecados; éstos más bien eran un estímulo, pues el pecado es la suprema desgracia, y a quien se ama se desea ver fe liz. Sus ansias de apostolado universal son resultado de este amor perfecto, concreto, generoso, como el que Dios nos tiene. Su ter­ nura entrañable le inclinaba hacia los más débiles, los más pobres y hu­ mildes.

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