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P . M ateo d e Encinas 183 en su presencia de haber sabido «calar» a unos vulgares ladrones que se atrevieron a mendigar un poco de pan, con cierta insolencia, en el convento franciscano. No había derecho a que unos sinvergüenzas solicitaran el pan de los pobres. ¡Que trabajen! Pero seguro que si ellos se decidiesen a traba­ jar ninguna persona «honrada» hubiese aceptado el ofrecimiento de unos brazos que estaban manchados con el crimen. Tampoco tenían derecho al trabajo. En realidad, según el código de las personas honradas de aquel, y seguramente de nuestro tiempo, los ladrones no tenían derecho a comer ni a ser personas decentes. San Francisco se sintió ofendido por esa caridad mez­ quina que lim ita sus favores a los pobres honrados. La lección que enton­ ces da a sus frailes, deberá ser norma de esta caridad ilim itada, que no re­ para en apariencias externas. Piensa que también aquellos desgraciados tie­ nen su corazón y pueden ser conquistados con la dulzura. Quizá han sido empujados a esa vida por la incomprensión de los hombres y es fácil que la simpatía y la caridad pueda atraerlos. Los hermanos franciscanos irán en busca de los hermanos ladrones. Se esforzarán por suavizar su irritación con sus caritativos servicios, y a llí, en su misma guarida, en el bosque testigo de sus crim ines, los frailes les harán sentir que el hermano ladrón bien puede recobrar el amor de D ios, así como ha encontrado el cariño fraterno del hermano penitente. Esa era la norma a seguir. N inguna miseria moral o física debe estar excluida de su caridad. Los deshonrados, los degenerados también entran dentro de ella, para ser regenerados, como los ex-ladrones de las florecillas, convertidos en humildes y fervientes franciscanos. E l testimonio de un amor concreto y convincente en el apostolado es factor indispensable y fundamen­ tal en la evangelización de hoy. De todos los tiempos, según indicación ex­ presa de Jesucristo. Sólo el amor puede convencer y conquistar, porque ha sido la falta de amor, y no de fe, lo que les ha alejado del cristianismo. Las masas actuales piensan que la Iglesia no tiene derecho a intervenir o dirigir desde lo alto de su pedestal la vida espiritual y moral de un pueblo, con el que ya no está ligada en el detalle cotidiano de la vida o la ganancia del pan fam iliar. Sen Francisco en su tiempo respondió a esta posible objección del úni­ co modo que puede ser respondida; y quiso que sus hijos fuesen a través de los siglos la solución viviente de la misma. Para eso los lanzó en medio del pueblo; los hizo trabajar como ellos, participando en sus fatigas y compar­ tiendo su pobreza y sus sacrificios. Las diversas reformas franciscanas a lo largo de su historia obedecen siempre a un retorno a la pobreza y simpli­ cidad, y juntamente al contacto májs íntimo con el pueblo. Si Manzoni se fijó en los Capuchinos para su obra inmortal, fué sin duda, porque esta rama, entonces todavía fresca, del Franciscanismo era la más popular y de­ mocráticamente evangélica. La aparición del Capuchino con su enérgico afán de pobreza y austeridad, constituye en pleno renacimiento la reacción más

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