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P. Mauricio de Begoña 1 0 9 políticas, gobiernos y regímenes, sistemas filosóficos, modas y campeonatos, capitanes y estrellas, aparatos técnicos de toda índole, vestimentas y cancio­ nes, tienen caracteres de tal fugacidad, que el espíritu humano, anheloso siempre de cierta perennidad, vese precisado a montar a pelo en el caballo salvaje e inteligentísimo del actual desarrollo humano para poder seguir a marchas forzadas su paso y acordar con él su actuación. Lo notable es que ese ritmo no se le impone al sacerdote sólo en virtud de un ambiente de vorágine, sino también en virtud de su propia ciencia y madurez pontifica­ les y rectoras. Porque he aquí la principal y más honda causa que inspira y mueve esa renovación de que tanto hablamos: vivimos en una superación cultural. Trataré de explicar este pensamiento. Es gracia de la Iglesia Católica dar en cada época histórica la impresión de plenitud y, al mismo tiempo, de es­ tarse haciendo, desarrollando y superando, corrigiéndose y rectificando, con­ quistando siempre el orden y siéndolo a la vez. Sabrosa y dramática acti­ tud, que es nada más ni nada menos que la verdadera vida superior. D e aquí ocurre que en cada época se la pueda considerar com o estática y dinámica a la v e z ; en realidad, siempre en tensión; con una tensión que no es raro que pueda parecer, a unos agotamiento, agonía— agonía del cristianismo— , y a otros, triunfo definitivo. N o es nada de esto del todo. Es algo más. Es mantenerse siempre en lo alto y en lo bajo de la curva de la onda de vida civilizada y cultural que ella ha provocado y a la que acompaña siem­ pre, no dejándose llevar por ella, sino salvando su oscilación temporal con su propio valor eterno. N o se trata de una víctima ni de un triunfador. Se trata de un agente y de un testigo divino que comparte la aventura humana. Ahora bien, com o civilización y com o cultura nuestra época, en contra de todas las actitudes pesimistas, se está superando, se encuentra para nos­ otros en un punto de máxima movilidad y sensibilidad hacia nuevos pro­ gresos, con sus peligros y bienandanzas. Y en ese mismo punto está la Igle­ sia Católica, com o agente y com o testigo, com o presencia y mensaje de D ios, pero por eso mismo, ágil, hipersensible, móvil— se la diría casi demasiado circunstancia y hasta efímera para vivir renovándose, que no es otra cosa que actualizarse— . Lo que esta situación y actuación de la Iglesia supone para nosotros de madurez y plenitud, sin riesgo de agotamiento, es la última causa que expresamente mencionamos com o determinante de la renovación. Por eso mismo que no se trata de una renovación ni reforma substancia­ les, sino más bien de adaptación y de empleo de medios circunstanciales pro­ pios de la época, ya se comprende que la clase de actividad en la que más se dejan sentir estas ansias de renovación sea el apostolado. El apostolado es prerrogativa, deber y acción permanente de la Iglesia. Por razón de su misma perennidad e invariabilidad ha de ser actual; y sien- 5 $ do actual, verificándose, es com o testifica en cada época que es perenne. Lo

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