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P . M au ricio d e B egoña 143 lógicos y filosóficos que, ya lo hemos dicho, es una característica de la pre­ dicación novelada, puede ser que no sea más que pereza mental, ingenuidad hipócrita, y en el mejor de los casos, actitud beata y prim itiva, fe de carbo­ nero, que no está en manos de todos, ni muchos menos. ¿No es acaso una interpretación del hombre y del mundo a lo cine americano, a lo Readers Digest ? Queremos en todo caso ver en esta nostalgia de ingenuidad una de las condiciones ideales para la siembra del Evangelio. Como se lamenta el cura de T o rc v : «A h í tienes: el ideal sería predicar el Evangelio sólo a los niños» ( 27 ). Llegamos ahora a la cuestión que, aunque accidental en este estudio, es la más importante en s í: el reflejo de la predicación en la vida. Pero ocurre que acerca de la vida no tenemos otras fuentes de inlormes que nues­ tra propia observación, y aquello de que la literatura nos haga constancia. H e aquí cómo revertimos nuestra consideración sobre la literatura. La propia observación nos dirá muchas noticias, aunque siempre corre­ remos el nesgo de no ser imparciales, ya que pocas cosas habrá en las ma­ nifestaciones humanas ministeriales o artísticas que tanto se presten, si nc al engreimiento, sí a la falta de perspectiva modesta como la predicación. H ay una auténtica crisis de la oratoria sagrada— como tal oratoria, no como ministerio de la palabra— y en todo caso ella ha pasado a un segundo término en el interés docente y discente de la comunidad cristiana. Han surgido otros procedimientos que se consideraban más eficaces y formativos que la predicación a grandes masas o públicos. Nos encontramos aquí con un círculo vicioso en el que no sabemos si atribuir la decadencia de la ora­ toria a su falta de eco y a la duda de su eficacia, o si la mala oratoria es sen­ cillamente la causa de su fracaso. Probablemente entrambas causas y efectos se inducen mutuamente. La predicación de panegíricos, de novenarios y de solemnidades, no cabe duda que en el concepto de todos, eclesiásticos y se­ glares, va perdiendo categoría, sin que analicemos ahora si con justicia o no. Los escritos teológicos, los teóricos e intelectuales de la Moral y de la Teo­ logía no contribuyen demasiado a prestigiar la predicación, ni con sus in­ tervenciones, que casi desdeñan, ni con los estímulos a los especialmente de­ dicados al ministerio de la predicación. Otros más altos menesteres parecen inhibirles ante el público. Las corrientes literarias y tendencias de la vida, como acabamos de ver en los ejemplos aducidos, con su inclinación y preferencia por lo realista, lo vulgar, lo inmediato, refluyen sobre la misma predicación, la cual llega a sonrojarse de parecer retórica y solemne. (2 7 ) l a . Ibid., p á g . 6 7 .

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