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«M e pregunto qué es lo que tenéis en las venas vosotros, sacerdotes jóvenes de hoy. E n mi tiempo, se formaba a los hombres de iglesia— no empieces a parpadear ni pongas ese entrecejo y no me tientes a darte unos mojicones en la cabeza— , sí, a los hombres de iglesia, toma la palabra como te parezca, jefes de parroquias, los amos, hombres de gobierno, ¡vamos! Esto te hacía el dueño del país con sólo adelantar el mentón. ¡O h ! , ya sé que me vas a decir: que comían bien, bebían bien y ciertamente no escu­ pían las cartas. Conforme. Cuando se toma su conveniente trabajo, y uno lo hace pronto y bien, siempre queda tiempo para el ocio, y así tanto mejor para todos. Ahora los seminarios nos envían niños de coro, pequeños va- nupieds que se imaginan que trabajan más que nadie porque no llegan al fin de nada. Lloriquean en vez de mandar. Se leen un montón de libros y no se han esforzado nunca de comprender— comprender, entiéndeme bien— la parábola del Esposo y la Esposa. Lo que es una esposa, muchacho, una verdadera mujer, tal como un hombre puede desear encontrarla, si ha sido io suficientemente bestia para no seguir el consejo de San P ab lo ...» ( 26 ). H ay sin embargo en toda la novelística contemporánea, lo mismo que en la vida, un extraño sentimiento que parece inundarlo todo. E s un senti­ miento casi morboso: es la nostalgia o añoranza de la ingenuidad. No va­ mos a discutir siquiera cuánto este sentimiento es legítimo. E s una justa de­ fensa contra la complejidad de los tiempos y de las conciencias, es conforme a una nueva evangelización de la tierra. Pero también es cierto que delata una enfermedad, una cierta pereza mental, y en todo caso una solución ar­ tificiosa de la innata dificultad de todo lo humano, sobre todo si intenta acer­ carse a lo divino. Por algo hemos necesitado la Revelación. E s ciertamente encantador oír argumentar a sí: «Una vez en el jard ín, era inevitable que yo empezara al fin a pregun­ tarme qué se escondía tras toda aquella be lleza... Cuando ios huéspedes se iban y yo me quedaba a solas con las ñores, me sentía tan fe liz que me sorprendía tener al mismo tiempo una sensación como de vacío. Era como si quisiera dar gracias a alguien, pero no tuviera nadie a quién darlas; lo mal no es sino otro modo de decir que yo sentía la necesidad de rendir culto a A lgu ien . Esta es quizá la mejor manera de acercarse un hombre a su D ios. Existen incontables escritos sobre los orígenes del impulso religioso, pero para m í el problema es mucho más sencillo. Se resume en la imagen de un hombre, en un atardecer, contemplando el rojizo florecer de los cielos y diciéndole a A lguien «Gracias». Repetimos que es encantador poder discurrir así, quedarse en paz. Pero es muy discutible sencillamente que esto sirva para algo, en la mayoría de los casos de las conciencias humanas. Esta repulsa de los razonamientos teo­ 142 R e fle jo s d e la p re d ica c ió n sagrada en la litera tu ra actual (2 6 ) Id ., Ibid., p á g s . 17-18.

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