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manifestarse sin consecuencias. En segundo lugar, la teoría de que la fina­ lidad exclusiva de la educación era enseñar a los hombres a ganarse la vida, siendo así que su verdadera finalidad había de ser enseñarles a amar a D ios y a sus semejantes, fines ambos que se demostraban mucho mejor fuera de los laboratorios y de las oficinas que dentro de ellos. En tercer término, la general decadencia en materia de honradez y desinterés, y, com o resul­ tado de la literatura del desencanto, la convicción de que nadie en el mun­ do obraba honradamente y desinteresadamente, sino con miras egoístas. Porque ahora, en aquella horrible época del cine americano, todos se las da­ ban de listos y creían a pies juntillas que nadie obraba por fines altruistas y que, quien más quien menos, todo el mundo obraba por sí. La prueba a que se sometía todo proyecto era meramente práctica, a saber: si producía o n o ; «el negocio es el negocio», decían los hombres de la C ity, lo cual no era más que decir, en otras palabras, que podían estafar en nombre del co­ mercio. «El dinero vale cuanto rinde», proclamaban, invocando al espíritu de George A dam Smith, y afirmaban que la economía política era una cier­ ta normativa que sólo pretendía exponer cóm o tendían a obrar los hombres en determinadas circunstancias y no cóm o habrían de obrar. Pues bien, la Iglesia de D ios no era una Iglesia normativa, sino una Iglesia fulminante, educativa y predicante, que no cesaba de pregonar lo que habían de hacer los hombres para salvarse, y él, com o sacerdote de esa Iglesia, no tenía el menor reparo en declarar que los economistas políticos decían un solemne disparate, y que el dinero no era una medida de rendimiento, sino tan sólo la medida de la incapacidad del hombre para obedecer a D ios y amar a su prójimo com o a sí mismo. En cuarto y último lugar estaba el m ito del progreso, que daba por sentado que los hombres automática e inevitablemente, iban civilizándose cada vez más y que las costumbres del mañana serían tan superiores a las de hoy como éstas lo eran respecto a las de ayer. También esto era un grave error. Avanzar en el camino del tiempo no implicaba necesariamente avan­ zar en el camino de la ética. N o porque todos los domingos leyera el N ew s o f the W orld el ciudadano de Londres era superior al ateniense del siglo cuarto antes de Jesucristo, que iba a ver el Agam enón de Esquilo. La joven- cita que tanta popularidad gozaba en los bailes porque no olía a sudor, no representaba progreso alguno respecto a Santa Isabel de Hungría, que cier­ tamente, debía oler bastante mal después de socorrer a sus leprosos; a me­ nos, lo que no era probable, que a la jovencita de hoy le guiase una inten­ ción mejor que la de Santa Isabel. Porque el verdadero progreso había de ser moral, más que mecánico: si había más conmutadores, más pulsadores y más baterías, también había de haber más freno, más austeridad, más ge­ nerosidad, más humildad, más oración, más meditación sobre el verdadero fin del hombre. El mundo se hallaba en aquel estado de agonía porque los hombres no l io tiejlejos de la predicación sagrada en la literatura actual

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