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P. Mauricio de Regona 1 3 5 pronunciar palabras de júbilo y paz, sobre las maravillas operadas en el alma humana por virtud de la gracia sacramental. Pues b ien ; él no iba a pronunciar palabras de júbilo y de paz, porque el mundo en que vivían no era un mundo feliz ni pacífico; por el contrario, iba a predicar lo que algu nos llamarían un sermón explosivo, y no iba a pedir perdón por ello, por que, si alga era el cristianismo, era el ser una idea explosiva, del mismo modo que todos los Sacramentos que el Obispo había administrado en sus cincuenta años de sacerdocio podían ser calificados de sacramentos explosivos, puesto que el centro de todos ellos había sido el Espíritu Santo, que era a modo de dinamita que hacía volar por los aires los pecados. Antiguamente, la cau sa de la mayor parte de las miserias humanas había consistido en que lo cristianos pregonaban con los labios y fingían en sus corazones; pero hoy los cristianos ni siquiera se tomaban la molestia de pregonar con los labios, y aunque algunos quizá lo osasen, esta omisión com o señal de sinceridad, a su entender, era peor síntoma, puesto que indicaba que ya no había sufi cientes cristianos sinceros en el mundo para exigir de los no tan virtuosos una hipocresía que, en cierto modo, era un cumplido. Incluso los católicos, a quienes había sido dado el conocimiento de la verdad, olvidaban bien pron to en las plazas del mercado cuanto se les había enseñado desde el púlpito, e imitaban las costumbres y métodos de aquellos que pretendían que este mundo lo era todo. Esta defección de los católicos en general era innegable, ya que sólo representan una quinta parte, aproximadamente, de la población total del mundo; y si la práctica de su religión hubiese corrido parejas con su fe, la historia de los últimos diecinueve años hubiese sido con toda se guridad muy diferente. Porque ¿cuáles eran los progresos que habían efectuado en seis mil días y pico que habían vivido, desde el n de noviembre de 1918 , día en que ha bía sido prometida al mundo una paz perdurable? ¿D e qué podían vana gloriarse, excepto de que ahora volaban a través del A tlántico en vez de na vegar por él; de que ahora las películas eran habladas, y de que en los apa ratos de radio la música sonaba ininterrumpidamente, bastando tocar un bo tón para oír a Bach a la hora del desayuno y «T ú eres mi bomboncito» a la hora del te? Pero todo aquello no era progreso; por el contrario, era la an títesis del progreso, ya que la superabundancia de diversiones mecanizaba, anquilosaba el alma por no exigir esfuerzo alguno de la imaginación. A que llo hubiera sido sobradamente pernicioso, incluso en la época de sus padres, cuando las ocupaciones de los hombres estimulaban sus intelectos; pero en los tiempos actuales en que la subdivisión del trabajo había empañado y des lucido la mayor parte de las tareas de los hombres, era poco menos que desastroso. Las causas de aquellas miserias eran numerosas. En primer lugar, el casi universal agnosticismo, procedente, no del intelecto, sino del corazón, gozoso de poder permanecer incrédulo, porque el pecado aparecía ahora
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