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siempre frente a las armas del enemigo y, sobre todo, nunca olvidar la mi­ sión de depositarios de la Palabra. « ¡L a palabra de D ios! Devuélveme mi palabra, mejor: ríndeme cuen­ tas de mi Palabra!, dirá el Juez en el último día. Cuando se piensa lo que algunos podrán sacar entonces de su maletita, no dan ganar de reír, ¡n o !» Se levantó de nuevo. V olv ió a encararse conm igo. Y o también me le­ vanté. «¿H em o s guardado la palabra? Y si la hemos guardado intacta, ¿no la hemos escondido bajo el celem ín? Evidentemente Nuestro Señor habla tiernamente a sus pobres, pero com o te decía hace poco, les anuncia su po­ breza, les vaticina su pobreza. N o hay medio de salir de eso, porque la Iglesia ciertamente tiene cuidado del pobre. Eso es facilísimo. T o d o hombre compasivo asegura con ella esta protección. Ahora bien, ella está sola, en­ tiéndeme bien, absolutamente sola para guardar el honor de la pobreza. ¡O h , nuestros enemigos tienen el menester más bello! «Habrá siempre po­ bres entre vosotros»: esto no es la consigna de un demagogo, piensas tú. ¡Sino que es la Palabra! La hemos recibido. Tanto peor para los ricos que fingen creer que ella justifica su egoísmo. Tanto peor para nosotros, que servimos así de garantía a los poderosos, cada vez que el ejército de los mi­ serables viene a batir los muros de la ciudadela. Esta es la palabra más triste del Evangelio, la más cargada de tristeza. Y de momento fué dirigida a Judas. ¡Judas!» O tro de los temas más en boga de la predicación de todos los tiempos, pero singularmente en el nuestro, de revisión y de consideraciones decaden­ tes com o resultado reflexivo de tantas guerras, es el social cultural. O sea, el que estudia los males presentes psicológicos y luego indica someramente los remedios. El último sermón que nos transmite Bruce Marshall es de esta ín d o le : «E l Padre Scott predicó el sermón, porque era el mejor predicador de 1? diócesis, pero antes se arrodilló ante el O b isoo para recibir su bendición. D es­ pués el Padre Scott subió al púlpito y d iio: «En el nombre del Padre v del H ijo y del Espíritu Santo», así, sencillamente, v los chicmillos del fondo de la iglesia cesaron de llorar, v los obispos, con sus vestiduras moradas y los abades y priores con sus hábitos, y los canónigos v los modestos párro­ cos, todos prestaron gran atención, porque habían oído hablar de sus mag­ níficas dotes oratorias, y, tras una columna, con su viejo y sencillo abrigo de cuadro, la madre del orador sagrado apretó la mano a su esposo, porque era el hijo de ambos quien iba a predicar ante todos aquellos santos, varones. >. Celebraban aquel día el quincuagésimo aniversario de la ordenación sacer- dota! de su Obispo, dijo el Padre Scott, y en tales ocasiones era costumbre a i 134 Reflejos de la predicación sagrada en la literatura actual (19) Id., Ibid., pág. 74.

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