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y la humildad. Hemos de explicar a las gentes que, una serie de cosas, que aparentemente nada tienen que ver con el cristianismo, tienen muchísimo que ver con é l : Hemos de hacerles comprender que la publicidad moderna es un pecado contra D ios, lo mismo que contra el buen gusto, porque co rrompe los sentidos y les impide la verdadera apreciación del Altísimo, en señando a los hombres a amar sólo lo artificial, vulgar y temporal. Hem os de demostrarles que los animales de aspecto repelente pueden sufrir tan vivamente com o los hermosos, que un insecto siente la agonía lo mismo que un hipopótamo, que un millón de hombres que mueren en una bata lla son un millón de muertes aisladas, cada una de ellas independiente y solitaria com o las estrellas, los árboles y los bosques. Hemos de enseñar a los hombres que lo injusto no queda justificado por el hecho de que una comunidad lo practique. Hem os de insistir en que las llamadas ense ñanzas inútiles sean enseñadas en nuestras escuelas, ya que no son los poe tas quienes hacen la guerra. En resumen, ilustrísimos y reverendísimos pa dres, hemos de tratar de salvar al mundo de otra guerra ahora que esta mos a tiempo, y sólo hay un medio para lograrlo: predicar la intrépida doc trina de Cristo, enseñar tanto la religión de Jesús com o la religión sobre Jesús, proclamar que D ios quiere que los hombres sean justos y se amen los unos a los otros com o que crean que El está verdadera y realmente presente en el Sacramento del altar. D e ese modo las vestiduras de la Esposa de Cristo resplandecerán de blancura ante todos los hombres, porque nues tra fe estará justificada por nuestras obras; ya que la doctrina sin caridad es tan sólo, menos peligrosa que la caridad sin doctrina». A l sentarse de nuevo, el Padre Smith vió inmediatamente que no le habían comprendido. Lo vió a través de la perplejidad reflejada en sus rostros y de las miradas que a hurtadillas se dirigían unos a otros cuando creían no ser vistos. Inclu so Monseñor O ’D u ffy y el canónigo Bonnyboat parecían turbados e incó modos. Y , sin embargo, todos ellos en su juventud habían tenido aquellas inspiraciones y las habían seguido y se habían hecho sacerdotes. Habían comprendido que la tranquilidad y la prosperidad eran fines mezquinos, y que lo único que verdaderamente importaba era el logro de la santidad. Y aunque tras ninguno de aquellos rostros fatigados se ocultase un santo de bían seguir sabiendo que era obligación de todo hombre intentar serlo, por que eran sacerdotes, hombres humildes elevados a una posición privilegiada. ¿Por qué, pues, no le habían entendido cuando les había exhortado a diri gir de nuevo sus miradas hacia la Ciudad de D ios que todos ellos debían ha ber vislumbrado el día de su ordenación sacerdotal? ¿Sería acaso que su pie dad se había transformado en rutina, o quizá que él había elegido mal sus palabras? Hallábase aun tratando de desentrañar este enigma cuando se le vantó el Canónigo Sellar. Cuando un obispo oficia las ceremonias del Sábado Santo, ¿debe qui- 128 Reflejos de la predicación sagrada en la literatura actual
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