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P. Mauricio de Begoñu 127 n ’est-il pas convaincu? Dios, lo sabemos perfectamente, ha hablado, y del mismo modo sabemos que el mundo no está convencido. Sabemos también que no es culpa de la Iglesia el que el mundo no esté convencido, ya que la Iglesia está guiada por el Espíritu Santo y es la infalible depositarla de aquellas verdades que el A ltísimo ha querido revelar; pero sí que es conce­ bible que la culpa sea de los eclesiásticos; que han exagerado la importan­ cia de alguna de estas verdades a expensas de las demás, a las que apenas han tomado en consideración. Una de las razones de que el mundo no esté convencido es, a mi enten­ der, que los hombres creen que la Iglesia, a la que confunden con los ecle­ siásticos, predica una moralidad reducida y limitada en vez de una morali­ dad amplia. O yen condenar desde nuestros pulpitos al adúltero, al ladrón, al asesino, pero no al patrono que explota a sus obreros, ni al accionista de fábricas de armamentos, ni a los hombres que hacen su fortuna con pelícu­ las de gansters, ni a los políticos que transigen con los perpetradores de atrocidades en tierras lejanas. A rguyen que a los ojos de la Iglesia, el hom ­ bre que posee acciones de una compañía cuyos beneficios proceden de ex­ plotar a los coolies chinos, es un buen cristiano desde el momento en que no asesina al amigo que le gana una partida de golf o se amanceba con su criada. Nosotros, los sacerdotes, sabemos que no es esto lo que enseña la Iglesia, pero ¿podemos decir honradamente que nos hemos tomado la mo­ lestia de hacer saber a los hombres de buena fe que no es esta su doctrina? Porque son muchos los hombres de buena fe que permanecen fuera de la Iglesia. Y ¿no haríamos bien en preguntarnos a nosotros mismos, si, con­ denando solamente aquellos pecados que cuesta poco censurar, no hemos im­ pedido que esos hombres encuentren su camino hacia el redil de Cristo? Ilustrísimos y reverendísimos padres: hay en la actualidad más de tres­ cientos millones de católicos en el mundo, que pertenecen en su mayor parte a las naciones civilizadas de Europa. ¿Cuál no sería nuestra influen­ cia en pro del bien, si cada uno de esos trescientos millones de católicos fuese un ardiente seguidor de Cristo, dispuesto a anteponer las enseñanzas de su santa religión a los intereses de sí mismo o de la nación? Y ¿qué encontramos en vez de esto? Encontramos que los herejes y los cismáti­ cos, e incluso los ateos, propugnan la práctica de una caridad más perfecta 3 ue la nuestra. ¿Q u é otra cosa es la herejía comunista sino una jactancia e poderse amar al prójimo sin amar antes a D ios? Ilustrísimos y reveren­ dísimos padres: estoy hablando muy en serio. La Iglesia de D ios no puede fracasar, pero los sacerdotes podemos entorpecer y entorpecemos su triun­ fo, a menos que tornemos a los fieles a la práctica de una religión severa e inflexible. H em os de ser puros, ciertamente, porque los fornicarios no verán a Dios. Debemos ser también humildes, porque nuestra virtud es muy frágil. Pero, por encima de todo, hemos de ser valientes y predicar bien alto las prácticas de las virtudes mucho menos populares que la pureza

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