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P. Mauricio de Begoña 121 A sí, pues— concluyó— , podemos hacer nuestras las palabras del salmis­ ta cuando canta las excelencias de la futura Esposa de Cristo en las palabras que he escogido com o preámbulo para mi sermón de h o y : «T oda la gloria de la hija del rey es interior, y su vestido es recamado con franjas de oro.» Pero hemos de recordar que las franjas de oro son en honor del A ltísimo y no de los hombres. Si el sacerdote viste ricos ornamentos en la misa y que­ ma incienso, es sólo porque Cristo va a descender al altar y debe ser reci­ bido con símbolos de amor y reverencia, por pobres e inadecuados que sean. Pero aun en el caso de que no existieran esos símbolos, aunque el sacerdote hubiera de decir misa cubierto con andrajos, la H ija del Rey se­ guiría vestida de oro, porque Cristo estaría con ella com o prometió cuando d ijo : «Y o estaré siempre con vosotros, hasta la consumación del mundo.» Así es que sabemos que, incluso en este pobre tabernáculo alquilado por nos­ otros, D ios acudirá a su cita. Pero sabemos también que es nuestro deber proporcionarle una mansión adecuada, y así esperamos que bien pronto nos sea posible edificar una iglesia propia donde podamos reverenciarle y ado­ rarle dignamente. Bendición que os deseo a todos en el nombre del Padre, y del Elijo y del Espíritu Santo. Amén. El sacerdote se sintió mucho más tranquilo cuando dió la vuelta para seguir la misa y empezó el Credo, porque ahora sabía que volvía a pisar te­ rreno firme y no podía tropezar» ( 7 ). C on una naturalidad un poco más brusca, pero igualmente directa hacia lo que desea de sus feligreses, se expresa el famoso D on Camilo, de Gua- reschi. <(En perfecta escuadra, todos los rojos no sólo del pueblo, sino también de las secciones vecinas, todos, incluso Bilo el zapatero, que tenía una pierna de palo, y Roldo de los Prados, que venía con una fiebre de caballo, marcha­ ban fieramente hacia la iglesia con Pepón al frente, que iba marcando el un, dos. C on toda compostura tomaron sitio en el templo, juntos com o un blo­ que granítico y con un aspecto feroz de acorazado Potemkin. Llegado el instante del pequeño sermón, D on Camilo ilustró con gracia la parábola del Buen Samaritano, y terminó espetando una breve reprensión a los fieles: — C om o todos saben, menos aquellos que deberían saberlo, una grieta peligrosa está minando la solidez de la torre. M e dirijo, pues, a vosotros, mis queridos feligreses, para que vengáis en ayuda de la casa de Dios. A l decir ((feligreses» entiendo referirme a los hombres honrados que vienen aquí para acercarse a D ios, no a los facciosos que vienen para hacer alarde de su (7) El Mundo, la Carne y el Padre Smith, por Bruce Marshall, traducción de Juan José Permanyer. Barcelona, 1952, págs. 21-25.

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