PS_NyG_1954v001n001p0104_0145

La universalidad de la Iglesia de D ios es un hecho del que los católicos no debiéramos cansarnos nunca de dar gracias. Quizá se os haga difícil comprender que desde este mísero y destartalado mercado de la afligida y apartada Escocia, vamos al unísono, en nuestro culto, fe y doctrina, con las grandes congregaciones de todas las catedrales de Europa. N ingún Obispo en Chartres, ningún Cardenal en Burgos o en Varsovia; es más, amados hermanos, ningún Pontífice en Roma, no, ni siquiera el mismo Santo Pa­ dre, transforma más fidedignamente el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Divina Sangre de lo que lo hago yo, vuestro indigno Párroco. Es este un pensamiento que debiera hacernos sentir orgullosos y humildes al mismo tiempo: orgullosos, porque sólo nosotros entre nuestros conciu­ dadanos vamos de acuerdo con la tradición europea y hablamos el sano y correcto lenguaje de D ios; humildes, porque nada hemos puesto de nuestra parte para merecer tan glorioso privilegio. Observando los rostros d e su auditorio, pudo ver que ninguno de ellos reflejaba el menor orgullo ni humildad, aunque hubiera alguna que otra boca abierta y alguna mirada atenta. Las tres muchachas del coro parecían escucharle embobadas, y el profesor Brodie Ferguson tenía los ojos entor­ nados y la nariz fruncida, probablemente porque pensaba que ya conocía de sobra todo lo referente a la Iglesia de Dios. Varias mujeres rezaban en voz muy alta el rosario, haciendo ruido con las cuentas que les colgaban del interior de sus manguitos. Sin embargo, no es la universalidad de la Iglesia lo que hace cierta su doctrina. Si no hubiera en el mundo más que una sola persona que aceptase las enseñanzas de la Iglesia, su doctrina seguiría siendo la verdadera. Incluso si nadie creyera en tales enseñanzas, los dogmas de nuestra fe seguirían sien­ do tan ciertos com o lo era la ley de la gravedad antes que N ew ton la descu­ briese. Porque la fe no es una especie de concurso periodístico al que con­ curran las diversas sectas enviando sus pronósticos doctrinales y esperando cada cual que el suyo sea el m ejor; la fe consiste en creer las verdades reve­ ladas por la autoridad de Dios. Las caras de las tres muchachas del coro y la nariz del profesor continua­ ron impasibles y, a sus espaldas, el chiquillo comenzó a chillar desaforada­ mente, com o si su madre le estuviera pinchando con alfileres. El P. Smith pensó que tal vez la culpa de aquella indiferencia la tuviera su retórica. A un ­ que quizá sólo fuera debido a que no había cosa más difícil para un ser humano que hacer resplandecer en otra criatura la llama que ardiera en su interior, aunque esa llama viniese de D ios. Pero, aun así, con toda segu­ ridad que aquellos católicos a quienes hablaba v que habían sufrido censuras y odio en un país que despreciaba sus creencias, habían de comprender for­ zosamente que la única esperanza cierta del mundo radicaba en la difusión de su credo, ya que la Iglesia Católica era la única que predicaba las mis­ mas cosas a todos los hombres en todas las lenguas. 120 Reflejos de la predicación sagrada en la literatura actiuil

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz