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P. Mauricio de Begoña 113 y Magdalena se forma una pequeña comunidad. Sus personajes principa­ les con sus defectos y sus virtudes s o n : Paulette y Jacques, joven matrimo­ n io; M igu el, parado y huelguista; Luis, el español, anarquista; Juan, que no está bautizado, pero busca a Cristo; Esteban, niño simpático a quien su padre, borracho, tunde a golpes, y Enrique, jefe de la célula comunista, vacilante entre sus principios marxistas y su simpatía por el P. Pierre. U n crítico dice que la novela hace pensar en la frase de San Francisco: «D on ­ de haya odio, siembre y o amor.» En la novela queda maltrecha la concep­ ción burguesa o formalista de la sociedad y de la religión. Aunque como observa muy acertadamente el P. Achar, jesuíta, «mucho me temo que los denigradores de este libro, no obedezcan inconscientemente a una necesidad de defenderse contra las exigencias de renunciamiento y abnegación que no tienen el valor de aceptar». «Instalados en esa tranquilidad del deber cumplido, no queremos que nadie nos moleste. Pero ¿ y si esta buena con­ ciencia no es más que una falsa seguridad? M u ch o mejor es que se nos moleste para hacernos comprender nuestra mediocridad y enseñarnos la dis­ tancia que nos separa del Evangelio.» D e todas suertes, en la novela, com o en tantas otras modernas, se plantea el problema de los métodos de aposto­ lado moderno y se da la razón al P. Pierre, frente al viejo cura anticuado de Sagny, aunque la novela presenta tipos extremos entre los que realmente cabe fórmula intermediaria. Grave es la cuestión que suscita sobre la cola­ boración con el comunismo, que parece practicar el P. Pierre. Cuestión di­ ficilísima que requiere la máxima prudencia en la práctica. Cabe pensar en el comunismo com o naturaleza teórica y práctica, com o momento social his­ tórico, com o necesaria evolución de sí mismo en un futuro no muy lejano. Pero quizás el aspecto más interesante es aquel en que se plantea la in­ tensidad y veracidad de la vida espiritual interior del sacerdote. El Arzobis­ po le llama y le pregunta cuántos bautizos, comuniones, matrimonios, asis­ tencias a M isa ha logrado. A l sacerdote obrero parece no preocuparle más que lo que él llama «el crecimiento y desarrollo de la vida de caridad». «— ¿Desde cuándo no te has confesado? — N o sé, monseñor. Flace tiempo.» E l debate va más allá de la confesión. Se trata de saber en qué medida los ejercicios tradicionales de piedad, prescritos a los sacerdotes por el D e ­ recho Canónico, son esenciales en la vida espiritual del sacerdote y en qué medida pueden suplirse y reemplazarse por otros de condiciones excepcio­ nales. Se comprende la preocupación de la Jerarquía por esta cuestión. El motivo por el cual el P. Bernard, religioso a quien ha venido a sustituir el P. Pierre, se va dejando su apostolado obrero «para retornar a su convento, porque estaba sediento de oración», da mucho que pensar. Después de las incidencias a propósito de los Sacerdotes Obreros y de su nueva organización dentro de la M isión de Francia, nadie dudará de la exactitud con que la literatura presintió y describió sus posibles riesgos m o

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