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P. Pelayo de Zamayón 57 est quodammodo omnia cognoscere, unde non impletur cognitio eius aliquo cognoscibili nisi quod habet in se omnia cognoscibilia et quo cognito, omnia cognoscuntur» ( 24 ). No es menos explícito Santo Tomás: «Omnis intellectus natu- raliter desiderat divinae substantiae visionem» ( 25 ). Pero es obvio hasta la evidencia que este conocimiento o posesión de Dios no pueden darlo las ciencias particulares, puesto que no tratan de tal objeto. Luego requiérese una ciencia superior a ellas, que satisfaga esa aspiración y capacidad de la inteligencia humana, capacidad que es su más noble prerrogativa. También por otra tendencia natural del entendimiento humano prué­ base la necesidad de la Metafísica, a saber: La aspiración al conocimiento sintético. En efecto, se echa de ver en nuestra inteligencia— en virtud de su carácter abstractivo— un deseo o conato natural hacia el análisis v la síntesis: analizamos primero, para terminar en la síntesis con la formu­ lación de una ley universal. Para que esta tendencia no sea contrariada y violentada, es menester que las síntesis de las ciencias particulares no per­ manezcan aisladas e independientes. O lo que es lo mismo, es necesario que los principios y conclusiones de las ciencias particulares sean reduci­ dos a principios universales y comunes a todas las ciencias; y esta síntesis requiere una ciencia común y universal o de los primerosprincipios, la cual no puede ser otra que la Metafísica. B) Por razón de la voluntad. En la voluntad humana hay un doble deseo que exige lo mismo. a) En efecto, se da primeramente el natural, íntimo e incoercible anhelo de felicidad. Tan evidente es esto que Cicerón creyó que podía em­ pezar la investigación fiilosófica por este hecho, aceptado como inconcuso por cualquier pensador de cualquier secta filosofante que fuere: «Todo hombre desea ser feliz.» Mas he aquí que ningún bien natural es capaz de satisfacer dicho deseo, saciable solamente por un bien infinito, perfec­ tamente poseído. Tal es Dios. ¿Será preciso detenerse ahora a recordar la serie de razones que demuestran la profunda verdad contenida en el clá­ sico epifonema de San Agustín: «Fecisti nos ad Te, et inquietum est cor nostrum doñee requiescat in Te»? ( 26 ). ¿Será necesariorecordar las prue­ bas que demuestran cómo el fin del hombre es Dios, yquesóloenDios, (24) Sent. I, d. I, a. 3, q. 2, concl. T . I, pág. 40 b. (25) Sunvma contra Gentiles, lib. I I I , cap. 57. (26) Confesiones, lib. I, cap. 1. M igne, P L ., T . 32, columna 661.

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