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872 JOAQUÍN LUIS ORTEGA gía o pensamiento cristiano, encontraría lo más notable desde Oríge- nes o San Ireneo hasta autores tan recientes como Royo Marín, Gon- zález de Cardedal, Ruiz de la Peña y José María Cabodevilla. En temas de fondo o de actualidad, desde las obras completas de San Agustín, pasando por la Suma Teológica y otras obras de Santo Tomás de Aquino. Hasta llegar a las cuestiones morales que hoy plantean la genética y la bioética o al juicio que merece a la Iglesia el terrorismo de ETA o del Islam. Es más, quien se aventure por estos vericuetos, experimentará la buena compañía de autores y maestros que le llevarán de la mano en su caminar por las bellezas y ias arideces de la cultura cristiana. Abrir los libros que la BAC ha enviado a esta Casa, es toparse con guías tan ilustrados e inmortales como San Ireneo, Eusebio de Cesárea, San Agustín, San Isidoro, San Bernardo, Dante Alighieri, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Fray Luis de León y Fray Luis de Granada, hasta llegar al P. Félix Varela, un cubano que vivió en España y a San Antonio María Claret, un espa- ñol que fue obispo y santo en Cuba. Y ello sin privarse tampoco de la compañía de filósofos y teólogos de tanta alcurnia como Gabriel Marcel, Romano Guardini, Maurice Blondel, Karl Barth o Rahner y Congar, antes y después del Concilio Vaticano II. Por algo pudo decir René Descartes en su tiempo que “la lectura es una conversación con los hombres y las mentes más ilustradas de los siglos pasados”. Mientras que un compatriota suyo y contempo- ráneo nuestro –André Mourois– completaría aquella afirmación con otra que algo se le parece: “La lectura de un buen libro es un diálogo incesante en el que el libro habla y el alma contesta”. Es más, en la copiosa variedad existente de testimonios de todos los tiempos sobre la necesidad de la lectura o sobre los méritos y ventajas de la cultura, en general, y de la cristiana en concreto, se encuentran afirmaciones como estas: Edmundo D’Amicis dejó escrito que “El destino de muchos hombres dependió de haber o no haber tenido una biblioteca en su casa paterna”. De ahí, como remedio a esa posible carencia, la conclusión de un proverbio árabe que suena así: “El libro es como un jardín que se lleva en el bolsillo”. Probable- mente, su desconocido autor, por muy árabe que fuera, habría leído ya en Cicerón algo muy parecido: “Si hortum in bibliotheca habes, c a t l 2 r e v r c a

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