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800 FRANCISCO IGLESIAS Concilio deja bastante que desear. Se ha dicho y publicado mucho, a todos los niveles, pero, a fin de cuentas, quedan flotando no pocos interrogativos fundamentales. No es mi propósito descender a enu- merar realidades y desencantos que están a la vista de todos, por más que no falte el consabido recurso al triunfalismo y al consuelo de la dimensión sobrenatural de las cosas de la vida. Quizás haya que decir también que los responsables del pueblo de Dios no han dedicado demasiado tiempo a evaluar debidamente ese fenómeno de un posconcilio difícil y de un Concilio cada vez más borroso y apagado en el horizonte vital de muchos creyentes. Me limito a hacer una mera constatación –dada su especial rele- vancia– de las opiniones personales del papa actual. Opiniones que vienen de lejos y que tuvieron un especial impacto antes y durante la segunda asamblea general extraordinaria del sínodo de obispos del año 1985, siendo espontáneamente identificadas como “el caso Ratzinger”. En esta ocasión el cardenal J. Ratzinger dijo, entre otras cosas: “Cierto, los resultados del Concilio parecen cruelmente opues- tos a lo que todos esperaban. Se esperaba una nueva unidad católica y en cambio se ha ido a un contraste que –usando las palabras del papa Montini– parece que supuso el paso de la autocrítica a la auto- destrucción. Se esperaba un nuevo entusiasmo y tantos han cedido al desaliento y al hastío. Se esperaba un salto hacia adelante y nos hemos encontrado ante un proceso progresivo de decadencia, que se ha incrementado en buena medida precisamente bajo el signo de una llamada a volver al Concilio, con lo que ha contribuido a desacredi- tarlo ante muchos. El balance parece, pues, negativo; repito aquí lo que ya dije después de diez años de la clausura del Concilio: es indis- cutible que este período ha sido decididamente desfavorable para la Iglesia católica. Pero ¿este balance amargo hay que atribuirlo, al menos en parte, a energías puestas en movimiento involuntariamente por el Vaticano II? Yo creo que el Concilio no puede en realidad ser considerado responsable de evoluciones o involuciones que –al con- trario– contradicen el espíritu y la letra de sus documentos. Mi impre- sión es que los daños que se ha encontrado la Iglesia en estos veinte años se deban más que al Concilio ‘verdadero’, al desencadenarse –dentro de ella– fuerzas latentes agresivas, polémicas, centrífugas, tal vez irresponsables; y –fuera de ella– al impacto con un cambio cultural: la afirmación en occidente de la clase media-superior, de la c v e c l s c l a l c c s l l j t i a c a r p B

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