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646 QUINTÍN ALDEA Como base para entender la intervención del rey en asuntos eclesiásticos, hay que tener presente el concepto clásico de “príncipe cristiano”, que con frecuencia repite Felipe II en su correspondencia con Roma y, por supuesto, también los tratadistas de aquella época. El concepto y título arranca ya de la tradición hispano-visigoda, cuyo representante más destacado es San Isidoro de Sevilla. En su libro de las Sentencias trazó el santo arzobispo el perfil de lo que debía ser un príncipe cristiano dentro de la Iglesia. “Los príncipes seculares, dice él, ejercen a veces un poder den- tro de la Iglesia para robustecer con él la disciplina eclesiástica. No sería necesario ese poder dentro de la Iglesia sino para que lo que el sacerdote no puede alcanzar con la razón, lo imponga él con el temor. A veces por medio del reino terreno se beneficia el reino celestial... Sepan, pues, los príncipes seculares que deben dar cuenta a Dios de la Iglesia, a la que deben tutelar para Cristo” 3 . No olvidemos que todos los príncipes de Europa eran en aquel tiempo no solo confesionales, sino además ejercían en las Iglesias separadas de Roma una parte más activa que los príncipes católicos. Recordemos a los anglicanos de Inglaterra, a los luteranos de Ale- mania y a los calvinistas de Ginebra o de Holanda en su liderazgo religioso. La época del secularismo político es un fenómeno muy posterior. Pues bien, esa tradición de tutela, de cooperación en beneficio de la Iglesia, formulada por San Isidoro, pasó más tarde del Corpus Iuris Canonici, en donde se había incorporado, a las Partidas , y luego a la Recopilación de las Leyes de España. Pedro de Ribadeneira en su tratado de El príncipe cristiano , en donde el autor reitera a los príncipes esa obligación de “tutores, defensores e hijos que son de la Iglesia”, les advierte, sin embargo, que, aunque deben favorecer las cosas de la religión, no se deben hacer jueces de ellas”, poniendo asi un límite a esa colaboración 4 . A los príncipes cristianos, por su calidad de tales, la Iglesia les concedió una serie de privilegios de orden religioso, lo mismo que 3 ISIDORUS, PL 83, 723 4 P. de RIBADENEIRA, El príncipe cristiano (Madrid 1595) introducción y libro I, Cap. 19-20 e li i c a e e i e v 1 c j
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