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544 ANTONIO HEREDIA mado por cualquiera de sus puntos corporales y, como angustiado, pide con toda seriedad y urgencia remedio a sus supuestos males. Si esto ocurre delante de nosotros no cabe duda que lo tomaríamos por alguien que ha perdido el juicio, pues es claro que no se da cuenta de la naturaleza propia de aquellos espejos, destinados pre- cisamente a deformar la imagen y hacer reír en consecuencia. El his- toriador excesivamente preocupado tampoco es consciente a veces de la naturaleza propia de los materiales (libros o textos) que se le ofrece a su consideración. No se da cuenta de que son antes que otra cosa lenguaje que pide de suyo antes de nada ser leídos. Se conduce al modo de un miope muy particular que, connaturalizado tanto con sus anteojos (su rigidez ideológica), no le permite “ver” más allá de lo que alcanza su graduación, y los libros o textos no se les aparecen como tales en su horizonte sino disfrazados de su enferma imaginación y, por tanto, anulados su sentido más origina- rio. Tanto el historiador miope como el contemplador de los espejos de feria ven físicamente los mismos objetos que una persona de buena visión, sólo que la “lente” o la “mente” de aquellos, incons- cientemente por lo general, hacen sufrir a estos una tal transforma- ción, que se les presenta desnaturalizados. Por ejemplo, si llevamos a una biblioteca a un investigador muy escolastizado en no importa qué escuela negadora de la filosofía de nuestros países y le mostramos con toda la ingenuidad del mundo estanterías repletas de libros de Lógica, Epistemología, Metafísica, Teoría del conocimiento, Ontología, Cosmología o Filosofía de la Naturaleza, Etica, Teología natural, Historia de la filosofía, Estética, Antropología, Filosofía de la ciencia, de la cultura o de la historia, etc., etc, escritos por españoles o portugueses e iberoamericanos de todos los tiempos, y le decimos: –“He aquí la filosofía española, por- tuguesa o iberoamericana”. Nuestro buen hombre, si es que no nos espeta la negativa a bocajarro por no poder ver unidos términos apa- rentemente tan contrapuestos para él, nos dirá: –“Espere”. Tomará al azar algunos libros y, apenas ojeados, se volverá a nosotros diciendo tajantemente: –“¡En España (o en Portugal o en Iberoamérica) no hay filosofía!”. –“¡Cómo! –replicaremos–, ¿no están ahí los libros?”. Nues- tro acompañante nos echará una mirada entre escéptica y burlona, dándonos a entender que aquello no merece la pena de ser leído; o dicho con otras palabras, que la supuesta filosofía que se dice que hay en Iberoamérica, España o Portugal no tiene tal o cual supuesta calidad, no tiene importancia y, por tanto, no merece ser estudiada. c a e t l a s s c s l e y e s

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