NG200701013

352 ALFREDO ALENCART Era la noche del Uaitemankaeri, el chamán que quería enfermarme recogiendo mis pisadas, cociendo esa tierra con hierbas, resinas y sangres de mono y carachupa. (¡Prométeme una oración, hermano Dionisio!) El tambo olía a masato y a carne ahumada de guangana. Parecía que los malos espíritus querían echarme del mundo atropelladamente, contaminándome su oscuridad, corroyendo con su tísico aliento el encanto de la vida. Yo mismo me veía siendo víctima de un fuego lento chamusqueando mis cinco sentidos, enmarcándome en negruras de desespero mientras hacían maleficios frotando amuletos con la panza del sapo chifuemui y sacrificaban a una niña por temores del brujo. Pero también era la noche del huamandakaeri, el chamán que sanaba con plantas medicinales, el que azotaba con una ortiga llamada isanga, echaba humo de tabaco por mi cuerpo entero y chupaba la piel enferma mientras cantaba. (¡Dionisio, dime que me llevarás a la colmena de vida de nuestro fiel crucificado!, ¡dime que seguirás leyéndome los sagrados evangelios!) Esta vez sus conjuros a Huarikurat, el hombre que vaga por la selva, le dieron resultado: sus gritos y soplos, sus manos, habían arrojado al bosque todos los males de mi cuerpo. “Hijo de Guatoncipo” –me dijo– “sube tu espíritu al árbol de la vida, y en el Wanamey espera que eche a los chamanes que hacen maldad. Bebe esta ayahuasca preparada con chacruna

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