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LA EVOLUCIÓN DE LA TEORÍA PLATÓNICA DEL PLACER Al enfrentarnos con los diálogos platónicos solemos tener en mente un buen número de prejuicios que la historiografía se ha encar- gado de establecer, especialmente por lo que se refiere a un tema como el placer. Generalmente se piensa en Platón como ese filósofo que propone en su Fedón un ascetismo radical, ejemplificado en la figura de Sócrates, que acepta su muerte con una serenidad inusitada mientras sus amigos lloran y se lamentan amargamente. Y no es de extrañar que, a primera vista, el lector vea en Platón a un autor pre- ocupado exclusivamente por el modo de acceso al mundo inteligible que desprecia todo lo mundano que, en definitiva, es aquello a lo que se enfrenta el individuo diariamente siendo el objeto de su principal preocupación. No defenderemos aquí la posición opuesta afirmando que Platón era defensor del hedonismo ni que su único interés radi- caba en los asuntos del mundo sensible, pues sería faltar a la verdad. No obstante, tampoco se puede hablar del ascetismo del Fedón y del antihedonismo del Gorgias sin hacer una serie de matizaciones. La obra de Platón es tan amplia que, para hacerle justicia, deben tener- se en cuenta varios de sus diálogos, así como el momento en que fue- ron escritos. Por lo que respecta al tema del placer y su contribución para la vida buena, se hace necesario detenerse en el análisis del Pro- tágoras , el Gorgias , el libro IX de la República y, sobre todo, el File- bo . La actitud socrática, que tanta admiración despertó en Platón, suponía una revisión constante de los mismos temas, pues la filosofía no es una meta sino una búsqueda constante por parte de aquél que reconoce no estar en posesión de la verdad y la sabiduría. Es cierto que los intereses platónicos suelen encaminarse hacia temas de índole metafísica. La teoría de las Formas y de la preexisten- cia del alma en aquel mundo inteligible constituyen la base sobre la que se asienta el resto de su pensamiento. Platón inaugura la tradi- ción metafísica con su metáfora de la segunda navegación, poniéndo- la en boca de un Sócrates que, en realidad, jamás pretendió llegar tan lejos. Era un hombre enamorado de su ciudad que se dedicaba a char-

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