NG200603002

Es inevitable que los humanos hablemos de Dios en un lengua- je antropomórfico, humano, demasiado humano en tantas ocasio- nes. Por eso, la labor crítica y de purificadora del lenguaje ha de ser trabajo siempre inacabado a lo largo de la historia religiosa de la humanidad. En consecuencia, hay que decir que la teología cristia- na no puede hablar de las relaciones de Dios con el hombre culpa- ble, según los postulados del mito de la pena. No vale decir que todo pecado exige un castigo, como toda culpa civil exige una pena. Es decir, ante el pecado cometido no vale decir “o satisfacción o cas- tigo”, como vienen pregonando durante siglos la teología y la pre- dicación cristiana. Esta relación fija que se quiere establecer entre pecado y castigo no tiene sentido, razón de ser justificable. Incluso es perjudicial para el concepto de Dios y del hombre. Ante la culpa del pecador la actitud de Dios, según la Escritura, es el perdón, la misericordia. Como Dios es libérrimo en la concesión de su gracia, puede otorgar el perdón o no otorgarlo, pero nunca castiga el peca- do del hombre. La única ‘pena’ indispensable en el proceso de reconciliación del pecador con Dios es la pena por haber pecado, sentir dolor del alma por haber pecado. La pena del pecado es sen- tir pena por haber pecado . No hay que hablar de un sufrimiento / castigo impuesto desde fuera, sobrevenido y como sobreañadido al hecho de haber pecado, por disposición positiva de Dios. Otras penas, sufrimientos, sacrificios que el hombre se imponga puede que agraden o no agraden a Dios. Pero es cierto que el corazón con- trito y humillado Él no lo desprecia (Sal 50,18). Por parte de Dios, la reconciliación se realiza como amnistía graciosa, con perfecta gra- tuidad, como don otorgado en forma incondicional. La justicia de Dios no pide satisfacción, se sobreeleva a pura Gracia y actúa como tal, como Amor / Ágape, según veremos. Podemos aclarar esta idea en trono al concepto de Alianza que llena todos los Libros Sagrados y la tradición cristiana: alianza matri- monial. Con frecuencia, esta idea ha podido ser expresada y vivida con excesivas connotaciones jurídicas de derechos y deberes, de deudas y de pago de deudas. Sin embargo, la alianza matrimonial, el matrimonio de Dios con su Pueblo está fundado radicalmente sobre el amor de generosidad, no sobre la justicia. El simbolismo matrimonial para expresar las relaciones de Dios con nuevo Pueblo se intensifica en el Nuevo Testamento. Lo mismo acontece con la 576 ALEJANDRO DE VILLALMONTE, OFMCap

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