NG200601004

VI Donde no hay reconocimiento, comienza la tragedia. No siem- pre Unamuno ha sabido entregarse a la fe, no se respira siempre la serenidad que está presente en el Cristo de Velázquez , que se con- cluye justo con el abandono del poeta a la spes : “mis ojos fijos en tus ojos, Cristo, mi mirada anegada en Ti, Señor!” Y esta mirada revuelta al Cristo, a rostro descubierto, recuerda una vez más un paso de san Pablo de Tarso: «Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en glo- ria en la misma semejanza, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18). En los versos de En un ciudad extranjera se señala negativa- mente los lugares abarrotados, impersonales, en los cuales los hom- bres pierden su individualidad y se confunden con una muchedum- bre anónima e indiferenciada que pone en peligro la seguridad y la intimidad del individuo: “vuelvo a la muchedumbre que no conozco ni me conoce”. No se conoce al hombre dentro de una muchedumbre, ni hay otros que nos puedan reconocer. Estamos perdidos, si perdemos el reconocimiento. El lector está avisado; que nos guste o no, reconocernos y acep- tarnos por lo que somos es el único modo para conocernos real- mente, aunque el reconocimiento sea doloroso. Sin reconocimiento, sin aceptación, se abre un camino hacia la locura, o peor aún, se abren las puertas de la nada. No empezaremos realmente a vivir hasta que no tengamos el ánimo de formularnos a nosotros mismos clara y rotundamente la pregunta fatídica: «Quién soy». 190 SANDRO BORZONI

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