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religiosa también algún residuo de falsedad, que lo que debía ascen- der quedara veladamente frenado, una cierta tristeza plástica difícil de compaginarse con el espíritu, un cierto esfuerzo excesivo fuera de la alegre naturalidad de un hacer religioso. Este artista, así quebrado por su renuncia al espíritu evangélico, se niega ya en su posible misión de mensajero de bien para una sociedad. Nos insistirán que en dónde descubrimos esa falsedad; pero si existe, estará ahí; será ya cuestión de saber mirar y descubrir, difi- cultoso, pero posible, es lo que podemos llamar «lo imponderable». Tenemos dos juicios, el de Miguel Ángel en la capilla Sixtina y, el otro, gótico, en el ábside de la Catedral Vieja de Salamanca. En el primero está la narrativa naturalista, de una enorme pesadez profa- na, que a lo largo de los siglos debió pesar mucho sobre las cabe- zas pensantes la Iglesia. En el otro, en el gótico de Salamanca, la misma historia: los unos a la derecha y los otros a izquierda, las figu- ras quedan repetitivas, alineadas en verticalidad. Ese relato pierde naturalidad en beneficio de su expresividad religiosa. En Miguel Ángel un humanismo sin trascendencia, y en el góti- co sus personajes se pierden para que aparezca en escena el espíri- tu del Juicio Final. La palabra de Cristo se antepone al cuerpo musculoso. Y lo decimos también de Veermer: sus luces por sí solas no son símbolo del espíritu, por sí solas no son suficientes para que nues- tro espíritu ascienda, que esas claridades de su cuadro es la luz que va desde la ventana a la habitación, un breve trayecto y queda ahí encerrada. Gran diferencia con la luminosidad sobria del icono oriental, que deja de existir la natural para que estalle la del espíri- tu en la totalidad del cuadro. Minimizar estas diferencias de cara a los espacios supuesta- mente religiosos en donde una parte de la sociedad viene a reco- gerse, es ya ignorar el lento influjo que la imagen puede causar, influir en el orante, que insensiblemente se irá empapando de una realidad o de la otra, profana o religiosa. En esos iconos tenemos el gran ejemplo de lo que nos esforza- mos por aclarar que, en ellos, todo lo material ha venido a oscure- cerse, a ser solamente soporte necesario para que el espíritu se 608 ANTONIO OTEIZA

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