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o PR el juicio que del suceso se forme, es indudable que nuestro beato Diego fué una columna de la observancia regular, y que jamás transigió con cosa alguna que la enervara. El voto de obediencia es indudablemente el más excelente de todos los votos, porque es el sacrificio de la propia voluntad, de una gran parte de la libertad justa y razonable que el Señor nos ha dejado, y este es precisamente el tesoro que más aprecia el hombre. Por el voto de obediencia el hombre se coloca en una es- pecie de esclavitud, bajo una tutela y una dependencia que le pri- van casi totalmente de toda iniciativa y vida propias, no porque el yoto de obediencia no tenga ningún límite y entregue el hombre al arbitrioy capricho de otro hombre, pues si así fuera sería un voto irracional y absurdo, ó más bien no sería un voto, porque no tendría las condiciones esenciales que debe tener según la teología católica, sino porque coarta de tal manera la libertad de acción, que hace del hombre un perpétuo pupilo. Reducirse á semejante estado por un acto de la propia voluntad, á imagen y á semejanza del Hijo de Dios, que siendo el Señor de todo y el principio eterno de toda soberanía, se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz ¿no es uno de los mayores sacrificios que el hombre puede hacer en obsequio de la Magestad divina? Y el cumplir fielmente este voto ¿no es uno de los actos más heróicos, una de las virtudes más puras y sublimes que el hombre puede practicar? Tan grande fué la fidelidad con que el beato Diego guardó es- te voto, que obedecía con gusto á toda humana criatura por amor de Dios y según Dios. Por graves é importantes que fueran sus ocupaciones, las interrampía inmediatamente desde el momento mismo que se le ordenara otra cosa. Mucho amaba el retiro del claustro; pero lo abandonaba sin dificultad y alegría cuando se le destinaba á asuntos que debían evacuarse fuera del convento. No le gustaba predicar sin la preparación que las circunstancias exi- gían, porque conocía que eso era un acto de temeridad, tentar á Dios y comprometer su ministerio. Pero cuando se le mandaba, obedecia sin repugnancia, y Dios le favorecía de tal manera, que en semejantes casos la acción de la gracia obraba maravillas. No eran solamente los Superiores regulares los que algunas veces le mandaban predicar sin darle tiempo para prepararse, hacíanlo también sus directores espirituales, y los Sres. Obispos, no solo en
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