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zó á hablarle de su eterna salvación, y de la necesidad de tomar en tiempo oportuno las medidas necesarias para que su muerte no fue- ra una causa de perturbaciones y discordias en la familia, aquel en- fermo burló todas las esperanzas que había hecho concebir. Desa- tóse de úna manera increíble contra el beato Diego, y sin respeto alguno á la religión y á la buena educación, le insultó del modo más grosero é indigno, prodigándole los epítetos de hipócrita, em- bustero y demás que sugiere la cólera más desenfrenada. Bien pue- de calcularse cuál no sería la sorpresa del religioso Padre, y la de la familia del enfermo. Todos lloraban á lágrima tendida, y nues- tro Beato, profundamente enternecido, procuró consolar aquella fa- milia consternada, y exhortó á todos los allí presentes que rogasen mucho á Dios para que tuviera misericordia de aquel impenitente. Cumplido este deber de caridad, se retiró el beato Diego y pro- siguió su camino hacia Zaragoza, pero no se olvidó de aquella alma extraviada, y no dejó de recomendarla á la bondad todopoderosa del Señor, que cuando quiere convierte las piedras en hijos de Abra- hán. La misericordia de Dios obró una maravilla, y cuando parecía todo perdido, aquel enfermo que tantos temores había inspirado hizo lo que debe hacer un buen cristiano, las inquietudes de la fa- milia se calmaron y recobró la tranquilidad y la paz tan vivamen- te compromé tidas. Nó, nuestro beato Diego no perdía de vista las necesidades ma- teriales y temporales del prójimo. El bien de las almas, su eterna salvación era el blanco de todos sus esfuerzos: esa era su vocación especial, y la gracia particular que había recibido de Dios, gracia y vocación tanto más sublimes y divinas cuanto el « spíritu es superior á la materia, y la vida eterna 4 la vida presente. Pero el bien del cuerpo no escapaba á su amorosa y apostólica solicitud. Todo bien verdade ro Y 16 ne de Dios, y de suyo conduce á Dios. El dolor, el su- frimiento, el abandono, la miseria, frecuentemente abaten el alma, la desesperan, y la hacen desconfiar y maldecir la Providencia divi- na. ¡Cuántos infelices vuelven á la virtud y á Dios por medio de la caridad, que alivia sus males presentes y las dolencias de sus cuer- pos! La caridad que no se extiende al hombre en su doble natura - leza espiritual y material, y no abarca la totalidad de su vida, es de- cir, la presente y la futura, no es verdadera caridad, sino una ca- ridad falsa, una caridad hipócrita. Nadie cree en la caridad que

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