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— 67 — misericordia de Dios” fijando al mismo tiempo la mirada en aquel pecador desesperado. Este se reconoció aludido, y fué tan viva y saludable la impresión que le causó, que aquel corazón se abrió de par en par á la más dulce esperanza, y se convirtió sincera- mente á Dios llevando en adelante una vida muy ejemplar. Con este golpe de la gracia quiso el Señor confirmar la palabra del bea- to Diego. Pero el mismo Siervo de Dios tuvo que luchar muchísimo con- tra las tentaciones de desesperación: esta es una de las más te- rribles pruebas que permite la Divina Providencia para acrisolar la virtud de las mejores almas; pocos son relativamente los santos que no han sido acometidos con esa tentación del espíritu malig- no. Unas veces la consideración de los impenetrables arcanos de la predestinación, otras el recuerdo de los pecados cometidos, y finalmente la ingratitud á los beneficios de Dios: todas estas causas juntas perturban tan profundamente las almas santas que pasan días de grandes amarguras y aflicciones: no hay tentación más terrible y peligrosa que la desconfianza de la propia salva- ción. ¿Qué puede haber en efecto más peligroso y terrible que desconfiar de la divina misericordia, y considerarse próximo á una condenación eterna é inevitable? Las demás tentaciones encierran algo que halaga el corazón, la inteligencia ó los sentidos, más esta no presenta al hombre sino una eternidad inevitable de penas y amarguras, pesares y aflicciones interminables, todo y sólo aquello que puede llenar al hombre de tristeza, de espanto y de terror. Que el beato Diego pasó por esa durísima tribulación nos lo asegura él mismo. “Al fin, Padre mío, escribía al P. González que era uno de sus directores espirituales, el Señor por su mise- ricordia la tuyo de mí, y me dió tales auxilios que pude triunfar de la enorme fuerza de que valiéndose el enemigo de mis ingrati- tudes y pecados, sentía querer derribarme en el hoyo de la des- confianza de salvarme, y me parece que puedo sin presunción de- cirá Y. P. que desde entonces empecé á cantar en su honor, dán- dole gracias por su protección: Singulariter in spe constituisti me: me habeis afianzado admirablemente en una grande confianza.” Este es el grito de alegría que da un corazón agradecido, y que está seguro de verse libre de un gran peligro. La fé ilumina nuestro entendimiento, la esperanza fija nues-
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