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O a y áspera penitencia, y la grande solicitud con que procuraba estar siempre preparado para comparecer ante el tribunal de Dios, y dar cuenta de todas sus obras, prueban concluyentemente cuán ani- mado estaba de la esperanza cristiana. Sólo esta virtud podía darle esa admirable constancia en la práctica de las buenas obras. El que no espera conseguir misericordia no la implora, el que no teme la justicia no vigila, el que no confía salvarse no trabaja para merecer la eterna bienaventuranza. Cuando el alma pierde la esperanza se desmaya, se abate, desfallece: el alma pierde toda su energía, todo su vigor; el corazón se desalienta, y siente que se aflojan todos sus resortes cuando ha perdido la esperanza. Esta es una ley natural. En la vida del Siervo de Dios lejos de notarse desfallecimiento, flojedad y tibieza en el ejercicio de las buenas Obras, se observa por el contrario, una grande animación, un fer- vor extraordinario, un admirable entusiasmo para toda obra buena. Su boca hablaba de la abundancia de su corazón. Grandilo- cuente cuando predicaba ó escribía sobre la misericordia divina, no lo era menos cuando trataba de la divina justicia: serviase en ambos casos de las expresiones más fuertes, y de las imágenes más vivas y brillantes que se encuentran en las Santas Escrituras y escritos de los Padres, y animaba su palabra de aquellos senti- mientos, de aquellas ideas, y de aquella unción de que estaba pe- netrado su espíritu, y que daba á su palabra la fuerza admirable que de los corazones empedernidos hacía brotar torrentes de lá.- grimas más prodigiosas que las aguas que brotaron de los peñas- cos heridos por la vara de Moisés, y conmovía las almas que por su insensibilidad y aridez son comparadas con los desiertos más horrorosos é inhabitables que se conocen en el mundo. Las mi- siones del beato Diego y los varios incidentes que las hicieron cé- lebres, dejan nuestro aserto fuera de toda duda. Encontraba á ve- ces las ciudades divididas por el odio y las rivalidades de sus ban- dos, corrompidas por el vicio cuyo nombre no quería S. Pablo fuese nombrado entre cristianos, perturbadas por la avaricia que el mis- mo Apóstol llamaba culto de los idolos, trastornadas por la usura que no tiene piedad ni entrañas, y las dejaba trasformadas como lo fué Nínive por la predicación de Jonás: testigo de esta verdad son todas las grandes ciudades de España. A RL a ii AE
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