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— 61 — Divina Providencia no nos fuese absolutamente necesario para el buen éxito do todas nuestras empresas. Nada es el que siembra, nada es el que planta, nada es el que riega, sino el que dá el in- cremento que es Dios. La victoria digna de la gloria eterna no la da el buen caballo, ni el vigor del atleta, ni su destreza en el ma- nejo de las armas, ni su pericia en la batalla, sino Dios, Dios sola- mente. Bendito sea el Señor, dice S. Pablo, que nos ha dado la victo- ria por Nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué puede prometerse el hombre de sí mismo sabiendo cuán inciertas son sus previsiones, y cuán inconstantes son sus propósitos? ¿Qué puede prometerse de sí pro- pio constándole lo difícil que es dominar sus propias pasiones, so- bre todo cuando es preciso hacer grandes esfuerzos? Nada hay más insensato que confiar el árduo negocio de la eterna salvación á la inconstancia y á la instabilidad de nuestro corazón. Esas contínuas variaciones y frecuentes desfallecimientos que experimenta todos los días indican claramente lo poco que el hombre puede esperar de sus cálculos, de sus previsiones, de sus propósitos é intentos. Buscad al Señor mientras se l puede hallar, nos dice la Escritura Santa; invocadle mientras está COrca, porque día vendrá, dijo Jesu- cristo á ciertos pecadores, que me buscareis y no me encontrareis, y moriréis en vuestro pecado, y los Libros santos dicen de Antio- co: Oraba aquel malvado al Señor de quien no había de conseguir misericordia. Todo lo podemos, pero ayudados por aquel que nos conforta: ni la gracia sola, ni el libre albedrío solo, sino los dos juntos, los dos obrando de común acuerdo, según la expresión de S. Pablo. Nunca es lícito desconfiar de Dios, pero siempre es justo y permitido desconfiar de sí propio, porque la obra de nues- tra justificación siempre es iniciada por Dios y él solo puede ini- ciarla; pero la de nuestra perdición siempre principia por el hom- bre, y no puede comenzar sino por él. Dios no abandona si primero no es abandonado; así lo enseña la fe, así lo persuade también la razón. Dios no puede ser el primero en separarse del hombre, por- que no puede ser infiel á la amistad que contrae con nosotros. Pocos son los que pecan contra la esperanza cayendo en la de- sesperación; pero son muy numerosos los que pecan contra ella por presunción y por temeridad, y para convencerse de ello basta echar una ojeada en torno nuestro. ¿Dónde está esa solicitud en buscar la gracia de Dios, en precaverse contra las formidables con- cio E

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