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o segregado de los pecadores, mediador del nuevo Testamento, au- tor de la gracia y fiador de los bienes futuros, que siempre interce- de por nosotros desde lo alto de su gloria, y se sacrifica de una ma- nera incruenta para nuestra salvación. Pero si todo esto es induda- ble como nos lo enseña la santa 1glesia, también es una verdad indiscutible, según la doctrina de la misma Iglesia, que la santi- dad del ministro no es de tal modo indiferente para la eficacia de los Sacramentos y del santo sacrificio de la Misa, que de ella no pueda esperarse bien alguno: la manera con que se celebra contri- buye mucho á la edificación de los asistentes, ó los escandaliza más ó menos conforme á las circunstancias, como lo enseña la ex- periencia, Y si Dios acepta el santo sacrificio de manos de un mi- nistro infiel ¿cuánto más no lo aceptará de manos de un sacerdote virtuoso, edificante, santo? El mérito del operante da á la obra, santa de suyo por la institución divina, una eficacia y excelencia de que carece cuando el ministro no vive según la dignidad y ho- nores de su elevado ministerio. La fe y la piedad del ministro, su fervor, su recogimiento y su devoción se comunican á los cireunstantes, les inspiran esos nobles y elevados sentimientos, y operan esas grandes y admirables con- versiones de que nos habla la historia. La vista de S. Basilio el Gran- de celebrando los divinos Oficios, impresionó de tal manera á los emisarios del impío Valente, que desistieron de sus inícuos inten- tos; la magestad de S. Teófilo, Obispo de Antioquía, humilló el or- gullo del emperador Felipe el árabe; S. Ambrosio inspiró á Teodosio la humilde penitencia que lo ha hecho más grande y célebre que sus inmortales proezas. ¿No se vió Atila detenido por la modestia y compostura de S. León el Grande? Nada tiene, pues, de particular que la presencia de nuestro beato Diego, sobre todo cuando cele- braba el santo sacrificio de la Misa, inspirara tanto fervor y tanto recogimiento; nada tiene de particular que obrara tantas maravi- llas, y convírtiera tantas almas. Una ciudad edificada en la cum- bre de montes elevados no puede esconderse, el delicioso perfume de un cuerpo odorífero no puede menos de difundirse y hacerse sentir, la luz no puede menos de iluminar á cuantos la ven. Nues- tro beato Diego era una luz, un aroma, una eminencia; una emi- nencia por su santidad, un aroma por la fragancia de sus virtudes, una luz por la claridad del buen ejemplo que daba á todos con sus
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