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poa de y extraordinaria sin ser atraidos por algo que les toca el cora- zón. La palabra divina tiene en sí propia su fuerza y sus encantos; pero son tantos los que la anuncian, y se la oye con tanta frecuen- cia, que los pueblos acostumbrados á oirla, no se apresuran en pos de un misionerosi no ven en él alguna cosa extraordinaria, sobre- natural. La predicación del beato Diego transformaba las ciudades: las familias se reconciliaban, los matrimonios se reconstituían, los usu- reros se convertían, los escándalos públicos cesaban: la reforma so- cial por la regeneración de las costumbres, y el renacimiento de la piedad cristiana, señalan el tránsito del incomparable misionero del siglo XVIII. Pero esa transformación radical se operaba por el concurso de los milagros que autorizaban la divina palabra: la doc- trina apoyaba el milagro, y el milagro apoyaba la doctrina. En casi todas las misiones sucedían hechos extraordinarios que impresionaban profundamente las poblaciones. En la primera Cuaresma que predicó en Ubrique, en la Domí- nica llamada de pan y peces, á causa del Evangelio que se lee en ella refiriendo la multiplicación de los panes y de los pescados, el beato Diego compadecido de los pobres muy numerosos en aquel año por las malas cosechas que había habido en los anteriores, los invitó á un convite. Recogió con este objeto cierta cantidad de pan que distribuyó entre los pobres y necesitados después de haberlo bendecido. Ubrique y otros muchos pueblos fueron testigos de la multiplicación de los panes. Se distribuía con largueza y nunca se agotaba, de modo que primero llegaron á cansarse que á concluir el pan que repartía. Muchos fueron también los enfermos que cu- raron de sus enfermedades con solo comer del pan que el beato Diego había bendecido. Un prodigio análogo sucedió igualmente en la ciudad de Martos. En Morón aconteció otra maravilla. Predicaba el beato Diego la novena de Jesús, y en uno de los días estalló una gran tormenta que aterrorizó la ciudad, y principalmente el auditorio, que quiso abandonar la iglesia. El venerable predicador tranquilizó sus oyen- tes, aseguróles que no sucedería desgracia alguna, interrumpió el sermón y principió á rezar el Santo Trisagio. Cayó un rayo en la lglesia llena de bote er. bote, desprendióse una piedra de la bóveda y no hizo ningún mal á nadie. Hízose después una solemne proce-
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