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rra, y á pesar de estar acostumbrados á verlo en el altar, y á oir su apostólica palabra parecióles que en aquél momento, todas sus virtudes brillaban con nuevo resplandor. Pidió á su compañero que le leyese la pasión y muerte de nuestro divino Redentor, se- gún la refiere la V. M. Agreda. Suplicó al Sr. Cura que le reco- mendase el alma, y él mismo respondía con los sentimientos de la más viva y afectuosa ternura. Pidió perdón á todos los cireuns- tantes, y les suplicó que orasen á Dios por él. Hasta el último suspiro renovó los actos de contrición, y los dulcísimos coloquios con el crucifijo que tenía en sus manos. Suplicó se le administrara otra vez la santa Eucaristía, y conseguida esta gracia se quedó con el más profundo recogimiento, y murió plácidamente en la santa paz del Señor el día 24 de Marzo del año 1801 á los 58 de su edad. Así murió el gran P. Fr. Diego de Cádiz, grande por sus virtudes, grande por su espíritu, grande por sus apostólicas misio- nes. Murió como había vivido practicando la sábio y piadosa má- xima de S. Agustín, según la cual nadie, debe salir de este mundo sin renoyar con fervor los actos de contrición en sus últimos mo- mentos, por más que su conciencia no le acuse de pecado confor- me á la doctrina de S. Pablo que decía de sí mismo: “De nada mi remuerde la conciencia, pero no por eso nu reputo justificado, porque quien me ha de Juzgar es el Señor.” ¡Hé aquí un modelo digno de proponerse á la imitación de los moribundos! La noticia de la muerte del beato Diego cundió rápidamente por toda Ronda y pueblos de la serranía, y esa noticia atrajo un gentío inmenso á la casa mortuoria, y aquellos pueblos que tantas veces habían llorado conmovidos por los acentos de la apostólica palabra del ilustre difunto, se agruparon en torno del cadáver de su amado apóstol para ensalzar sus méritos, proclamar sus virtu- des, y darle los más espléndidos testimonios de su veneración y entusiasmo. Los sentimientos de los rondeños eran los de toda la nación española. Ronda fué imitada por Cádiz, Sevilla, Málaga, Córdoba, Granada, Valencia, Zaragoza y otras muchas cindades que habían oido la podefosa voz del grande Apóstol de España en el siglo décimo octavo, y los Conventos dela Orden fueron imi- tados por los numerosos Cabildos de las Catedrales y Colegiatas que lo habían prohijado. Todas las oraciones fúnebres que se pro- a Car
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