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e dre celestial durante unos minutos, nó; no es el tiempo lo que fal- ta: lo que falta es la fe, la piedad. El soplo de las tempestades desencadenadas por el error y el vicio ha extinguido en gran nú- mero de familias, el espíritu de oración, y perdido el espiritu de oración se han perdido también los innumerables beneficios espi- rituales y temporales á él vinculados: la oración es de institución divina, Dios nos manda orar, y si este precepto no se cumple nos rehusa las gracias que ha decretado no concedernos sino á condi- ción de que las pidamos. Dígnese el cielo resucitar en España el espíritu de oración, y ahora que toda nuestra Patria se agrupa en torno del beato Diego para repetir las aclamaciones de nuestros mayores, y entonar otra vez el cántico de amor y de alegría: Bendito el que vino en el nombre del Señor á instruirnos en su ley, aprenda también del ilustre y santo Misionero á orar con fervor, piedad y perseverancia, para que el Padre de las misericordias, Dios de paz y de todo consuelo, derrame sobre nuestra nación las bendiciones de su amor, ponga fin á las contínuas calamidades que nos afligen, y desvíe de nos- otros los peligros que amenazan nuestro porvenir. ¿Y qué diremos de la penitencia? Las austeridades del beato Diego no son para imitar, sino para admirar. Pero ¿por qué no han de ser un estímulo para guardar fielmente los ayunos y absti- nencias prescritas por la Iglesia? ¿por qué no han de inspirar s desmedidos, á las comodidades exce- aversión al lujo, á los placere traer de esas públicas diversiones cau- sivas? ¿por qué no han de re sa frecuente de la ruina de las familias? Ciertamente que el co- mún de los mortales no puede imitar la dura y áspera penitencia del beato Diego; pero puede y debe imitarlo en la penitencia que el Eyangelio y la Iglesia imponen á todos sus hijos, y que tan ne- cesaria es para fomentar, propagar y conservar las virtudes, sin las cuales no hay orden ni paz posible en la tierra, ni esperanza de me- jor vida en la eternidad. También los eclesiásticos seculares y regulares tienen un dig- no modelo en el beato Diego. Su amor á las santas Escrituras, 4 á la lectura espiritual, al estudio y al retiro son virtudes propias del estado sacerdotal; á esas fuentes de vida eterna debe acudir constantemente para vigorizar las fuerzas de su espíritu, elevar sus ideas, ennoblecer sus sentimientos, y mantenerse con gloria en
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