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— 118 — taba su cuerpo y le tenía inclinado hacia la tierra. En ciertas tem- poradas del año usaba también un jubón de cerdas. Revestido de esos instrumentos de suplicio viajaba, dormía, predicaba. Jamás se los quitaba, ni aun estando enfermo, sino por obediencia á los Pre- lados, Directores y enfermeros; pero cuando tenía permiso para poderlos usar de nuevo, se desquitaba del alivio que había tenido. Nunca se arrimó al fuego, ni aun en los inviernos más crudos que pasó en las montañas de Cuenca, Castilla la Vieja y en Gali- cia. Siempre descalzo, aun en los caminos llenos de nieve, siempre mortificado y penitente, ni se quejaba del frio, ni del calor, ni de la sed, ni del cansancio, ni de otra incomodidad cualquiera, de aguas, vientos, barros, enfermedades y otras inclemencias: nunca buscó un alivio á sus padecimientos por su propia voluntad. Tales son en resumen sus austeridades corporales, tal la dure- za con que trataba su cuerpo en todo tiempo. Sin duda que no es posible imitar al beato Diego en su ince- sante y perseverante oración mental y en su durísima penitencia: en la vida de los santos hay cosas admirables y cosas inimitables: lo que el común de los mortales no puede imitar, lo debe admirar. ¿Quién no admirará la gracia de Dios, esa gracia todopoderosa que eleva la naturaleza del hombre, y le da fuerzas para practicar virtudes tan arduas, puras, eminentes ante las cuales el hombre no puede hacer otra cosa que asombrarse y humillarse bajo la ma- no omnipotente del Señor? Pero en los santos hay también cosas imitables, pues que la Divina Providencia en su infinita misericor- dia nos los da por modelos á quienes imitar. Ya que no es posible que el común de los mortales ore diariamente por espacio de ocho ó diez horas como lo hacía el beato Diego, porque no lo permiten las legítimas ocupaciones á que ha de consagrarse, puede y debe orar todos los días siquiera durante quince minutos. El rezo del santo rosario era familiar á nuestros padres, y raro era el día que se acostaban sin rezarlo. Los trastornos de los tiempos, lá irreligión, la impiedad han hecho desaparecer de e ntre nosotros tan piadosa y laudable costumbre. Se conserva e familias herederas de la fe esas familias son ] n verdad en cierto número de y de la piedad de sus mayores; pero 4 minoría, á lo menos en la generalidad de los pueblos. ¿Quién no se lamenta de tamaña calamidad? No es que falte tiempo para implorar la divina y dulce misericordia del Pa-
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